Hay encuentros en la vida que cobran sentido en la misma esencia que los produce. Nadie sabe a qué obedece el capricho del destino. Al igual que nadie sabe cuáles son los motivos que llevan a un ser a convertirse en especial para todos aquellos que se cruzan en su camino. Las letras, la creación, la poesía, el cine y una sensibilidad muy especial son elementos difíciles de hallar incorporados a partes iguales en una persona. Las fórmulas son inaprensibles, pero el encanto es inapelable. Cuando un escritor puede bañarse en tales conceptos en la mirada franca del hombre con el que habla es que ha surgido un verdadero encuentro. Si esta persona es tu editor, quiere decir que los hados han sido algo más que favorables contigo.
Hoy, en los días tristes que suceden a la desgracia, no puedo evitar acordarme de él. Josep Forment, editor y amigo, nos ha dejado prematuramente y resuenan en mi cabeza algunas de las frases que tuve la suerte de que me regalara.
Aún recuerdo cómo deslizó con teatral suavidad, sin ningún artificio, su tarjeta de Director Editorial de Alrevés sobre la mesa del la cafetería del Hotel Regina. Era una oscura tarde de invierno, prematuramente anochecida. Yo acababa de conocer a un hombre singular y, aunque no tenía plena conciencia de ello, pude intuir esa certeza tanto en sus maneras sensibles como en sus comentarios certeros. Fue una breve charla, pero me llevé una impresión profunda.
Desde entonces, una serie de encuentros jalonaron nuestra relación. Conversaciones entusiastas, adornadas con la presencia de buenos escritores, me hicieron ver en él al erudito capaz de traducir a Rimbaud, de darnos a una querida amiga cinéfaga y a mí una lección magistral sobre la muerte de Pasolini, de analizar la realidad editorial de nuestro país con una precisión abrumadora, no exenta de ironía, y de inundar de profunda humanidad, en definitiva, toda aquella charla en la que generosamente intervenía. Brillantez intelectual, calidez personal y hondura de pensamiento. Brutal por lo sencillo, apasionante por su bondad. Sus lecturas de la experiencia, del otro y de las esencias de la vida eran un tesoro para los que le escuchábamos. Del Valle de Arán a Barcelona cabalgando letras, de la filosofía al cinematógrafo, del amor vitalista por el arte al amor a la vida.
No quiero enredarme con mis demonios más de lo necesario, pero hay una frase que redobla en mi cabeza y se resiste a desaparecer. Junto a Gori, los tres de pie en la girola de Santa María del Mar, mientras comentábamos las maravillas del Gótico, me lanzó otra de esas perlas suyas, cuya fuerza residía tanto en el sentido último como en la vibrante mirada de la que partía. Fue como una confidencia. No había truco, desde el tono a la actitud, tan solo transmitía verdad:
“Yo no soy religioso- me dijo, mientras llegábamos a la puerta de salida de la basílica y una tenue luz bañaba su rostro, extendiendo sus manos hacia el amplio espacio de la nave-, pero sí creo en la trascendencia".
Nunca lo sabremos, pero quizá ese sea el sentido de los encuentros que favoreció, cuyas mieles aún hoy recogemos, que alentó con su forma de ser y que, de manera clara, orientó con su enriquecedora esencia: una invitación a continuar creando como forma de perpetuarnos.
Frente al inevitable dolor, nos queda tu memoria.
Adiós y gracias, amigo Josep.