¿Qué diferencia hay entre la idea y el hecho?
O, concretando aún más, ¿qué diferencia hay entre amar la idea y jugar con ella durante las veinticuatro horas del día, compatibilizando su presencia con todas las tareas y perturbaciones cotidianas, y amar el hecho?
Atravieso una infinita y resbaladiza superficie de hielo azul.
Despierto cada día con la sensación de estar consumiéndome lentamente, incapaz de renunciar a lamer las imaginaciones más terribles; aquellas que no se materializarán; entre otras cosas porque, si lo hicieran, es más que probable que no resultaran de mi agrado, que me provocaran el vómito.
Pero eso nunca lo sabremos.
Ignoro si es valiente o es cobarde contener el deseo. Sólo hay una cosa de la que estoy segura: la cultura, la formación, ese conocimiento de causa y de pasado que perseguimos en nuestro mundillo de intelectuales adictos a la literatura como quien busca el agua en el desierto, no es más que una trampa; una cárcel; las tijeras que nos han cortado las alas y nos han dejado caer en un lugar insalubre por lo ficticio, en el que predominan la contención y la vergüenza.
A veces me gustaría ser un poco más animal; algo más inconsciente.
Envidio a las mujeres que se dejan besar en los descampados, apoyadas en los coches tuneados de sus novios con cabeza rapada y chándal fluorescente. Envidio a las mujeres que se pintan los labios de rojo y a los hombres que besan sin pensar, porque ellos viven.
Y viven más que yo, aunque sea sin darse mucha cuenta.
Ya no quiero que me expliquen nada.
Leo más que nunca, sin embargo apenas tengo nada que decir. He notado estos últimos días que me voy encerrando poco a poco en mí misma.
Caducan los momentos, lo explica muy bien Natalia Ginzburg en 'Las pequeñas virtudes'. No se pueden guardar las emociones en un tarro de cristal: hay que gastarlas o pasan para siempre.
Las emociones no se explican porque no son insectos.
Ha llegado la hora de dejarse invadir. No importa demasiado, y esto es lo terrible, quién sea el enemigo.
Debería cruzar la frontera.