A Iñaki le cuento mis días y él me dice: "no eres capaz de ver la suerte que tienes, deberías sentirte feliz".
Yo creo que no tanto.
Pienso, sin compartirlo con él, en las salas oscuras de los cines y me repito: "definitivamente, no".
Mi madre me manda un mensaje mientras estoy cenando con Raquel, y, cuando la llamo al llegar a casa y hablamos largo y tendido, se mantiene en sus trece. Lo que dice ella es: "yo de ti no esperaría nada".
Así que guardo en secreto mi fe patológica en lo que ha de venir.
Escribo y pienso que son largos los procesos destinados a concluir en las cosas más bellas; pienso en los acantilados, en los bosques y en los glaciares, y también en la razón minúscula, tal vez todavía inexistente, que terminará por separarnos.
Me gustó 'Violette', la vi ayer, pero al mismo tiempo me llenó la cabeza de ideas terribles; ideas que ya debían estar rondándome, como asesinos, y que la película prendió con la delicadeza de las colillas entre las ramas.
Ahora mi cerebro está lleno de fuego.
Nadie nota el incendio que crece en mi interior a la velocidad de los huracanes.
Escuché hace unas semanas, al asistir por obligación a la presentación de un libro de autoayuda, que tendemos a enamorarnos de aquellas personas cuya descarga neuronal se efectúa al mismo ritmo que la nuestra, y que la convivencia contribuye a la regulación de esas descargas; de modo que compartir la vida con quien queremos favorece que nuestras neuronas y las suyas transmitan información a una velocidad e intervalo de tiempo comunes. No elegimos.
Lo que no pregunté fue si hay algo que pueda romper esa simbiosis, qué catástrofe tiene la fuerza suficiente para hacer que esa coordinación se pierda y el amor acabe roto.
Me gustaría saberlo.
Recupero la imagen de Violette Leduc y su relativamente tardío triunfo literario, y me repito que no fue suficiente.
Me estoy convenciendo a mí misma de que nadie merece habitar para siempre un callejón sin salida.
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