Vivimos tiempos de furia y tormenta. Sé que esta afirmación de reminiscencias shakespirianas parece excesiva, pero sin tratar de ser grandilocuente me estoy refiriendo al brutal ruido mediático que nos acecha: el cambio en la jefatura del Estado, el amargo aumento del paro, la perenne e indigna corruptela política, la mediocridad intelectual y moral de nuestros gobernantes y, porque no, la ostentosa derrota de la selección española de fútbol.
No son las ramas las que no nos dejan ver el bosque, sino la contaminación informativa, visual y auditiva, la que nos impide hallarnos a nosotros mismos. Hoy todo es trascendental, todo adquiere la triste importancia salvífica de venir a llenar la supuesta vacuidad vital del ciudadano. Un hombre de otra generación diría que hay que volver a los clásicos (no estaría de más algún latinajo o el profundo conocimiento de la naturaleza humana que ya demostraron aquellos hombres), pero a mí lo que me pide el cuerpo es acudir a los “fetiches”, gustosa rendición, como medicina interior.
Hace unos días conmemorábamos en las redes la efeméride del nacimiento de Cyd Charisse, las piernas más gloriosas de Hollywood, sin duda alguna (aunque alguien podría cuestionarlo, pues en materia de “divas del cine” somos tan susceptibles y vehementes como si nos hubieran mentado a la madre o, lo que es peor, al equipo de futbol).
Da lo mismo si es Charisse y su Chicago años 30, la inolvidable y melancólica Gene Tierney, Linda Darnell o la Monroe, el fornido Burt Lancaster, Stewart Granger o Cornel Wilde (de él decía Terenci Moix que era “más bonito que un San Luis”), lo importante es refugiarse en la fantasía de los divos del pasado, de las tierras de Hiperbórea o de los Siete Reinos. Generar nuestros fetiches y ser fieles a ellos es un acto de salud mental.
Por cierto, desvistamos ya de una vez al término de su negativa carga semántica, tan decimonónica, y digamos qué es el fetiche. Se trata de un objeto al que le damos valores sobrenaturales que no posee, pero es más aún, es un delirio esteta, arropado por la imaginación e impulsado por el recuerdo.
Podrían tildarme de fetichista recalcitrante o de nostálgico empedernido del pasado, pero no me importaría lo más mínimo. No soy el primero en sugerir tales necesidades del alma humana. Ya Cortázar en su relato Queremos tanto a Glenda nos mostraba a un grupo de fans que cercenaba sin piedad las obras de su diva, para luego crear otras películas sólo con fragmentos de ella. Sin llegar a este extremo talibán y destructivo, déjense llevar por la marea y disfruten. Es de lo poco que nos queda.
Háganme caso, en tiempos de crisis, busquen su estrella polar y gocen de las ficciones y fantasías. Es la única manera de sobrevivir al abismo, de ponerle crítica constructiva a este universo degenerado y de soportar, en definitiva, la desazonadora realidad.