Un altar para la madre, de Ferdinando Camon


En nuestra madre también habíamos pensado siempre como en algo inmortal, tanto como el mundo al menos: porque al nacer nosotros, ella ya formaba parte del mundo, y sin ella era inimaginable.
Ahora la madre estaba muerta, pero eso era imposible.
Algunos, por turnos, posaban la mano sobre el ataúd, como para tocarle la mano o el hombro: estamos todos aquí contigo, no temas.

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Qué raro, ni siquiera teníamos una foto de la madre. Aquel rostro, que yo recordaba en cada detalle, en cada arruga, en cada cabello, no tenía ningún testimonio. Ya no existía. Solo quedaba la sonrisa de la boca y, en alguna imagen, la de los ojos. No teníamos ningún medio para reconstruirlo, ni un punto de partida. El rostro más conocido, más presente de nuestra vida era, cómo decirlo, el menos claro. Nosotros mismos, sus hijos, no habríamos podido añadir más de lo que decían aquellas fotos: era… su sonrisa… y los ojos… Nada más. O sea, nada. La necesitábamos para describirla. Estábamos convencidos de que ella viviría para siempre, como el mundo. Me volvió, idéntico, el pensamiento del día antes: cuando nacimos nosotros, ella estaba: formaba parte del mundo, tendría que haber desaparecido el mundo entero para llevársela consigo. Era impensable que se pudiera salvar una partícula del mundo –un pez, una hoja, un ratón– y ella no. En aquel absurdo radicaba nuestra impotencia: todo seguía existiendo, salvo ella. Si hubiéramos podido hacer algo, la habríamos salvado a costa del mundo.

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Ella había dejado muchas ocasiones para ser recordada. Pero cuando estaba viva, nadie lo pensaba. Ahora dichas ocasiones afloraban, se las buscaba, y eran revestidas de cobre para que duraran para siempre. Cuando estaba viva era como si no estuviera: cada cual vivía su propia existencia. Ahora que había muerto, se la intentaba retener de todas las maneras posibles. Cuando estaba viva, pocos sabían de su existencia. Ahora lo sabían muchos, el altar lo recordaría para siempre, a todos.

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Existe un camino hacia la locura que debe recorrerse hasta el final, porque abandonarlo es más peligroso que seguir.


[Editorial Minúscula. Traducción de Miquel Izquierdo]

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