Siempre la vi de rodillas, sumisa, desvalida, con un trapo gris en la mano empapado en lejía capaz de eliminar el brillo de los mármoles, dejando en un triste mate el lustre del pulidor. Jamás soportó la mirada directa, por lo que solía responder al saludo inclinando la cabeza y apartándose a un lado del escalón para dejarme pasar. Mi maletín de piel marroquí pasaba a su lado sin tocarla, manteniendo las distancias, receloso de que la lejía pudiera decolorarlo. A veces, muy pocas veces, me contestaba con un susurro. Tenía la voz gastada, áspera, como de cantante negra; o de blanca enferma.
Nunca hablé con ella. No sabría qué haberla dicho; tal vez tuviera cierta prevención ante lo que ella pudiera decirme. La suponía triste, al borde de la desesperación, incapaz de transmitir júbilo ni satisfacción alguna, por lo que mi egoísmo me impedía el trato. Yo, en mi altivez, evitaba relacionarme con personas incapaces de sonreír, aunque fueran sonrisas tan falsas como las de mis vecinos, con quienes sí me paraba a conversar sobre banalidades.
Hasta que llegó el juez para autorizar el levantamiento del cadáver, Petra estuvo entre el segundo y el tercero, recostada en la escalera. Dicen que no parecía muerta, tan sólo dormida. Tal vez el agotamiento era tal que, de puro cansancio, se murió soñando. En la mano apretaba su trapo, como si quisiera mantenerlo con ella allá donde fuera, segura de que habría mármoles que limpiar.
Cuando me avisaron de lo ocurrido, no quise bajar a verla. Me quedé en casa, sin ganas de salir, encerrado en aquel domingo donde sólo los desgraciados tenían que trabajar. Me pasé el día oyendo noticias en la radio, intentando no pensar en ésa vida desperdiciada. La muerte de Petra, tan joven y tan vieja a la vez, me conmocionó.
Me dijeron que en el delantal llevaba el recorte de prensa que le hizo famosa en su barrio durante un día. Bajo el titular “Tragedia en Cuatro Caminos”, estaba su foto junto a sus hijos, ambos huyendo de la llamada del periodista para que posaran, atemorizados al ser testigos de cómo su casa se deshacía envuelta en llamas, con su padre dentro.
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Han pasado cuarenta años de aquello. Rafael y Francisco han venido hoy a verme a la residencia. Es mi cumpleaños. Sus hijos, que me llaman abuelo, me han comprado un sombrero de fieltro verde. Mientras los niños juegan por el jardín, los mayores hemos rezado en el solarium, como siempre hacemos, cogidos de las manos, acordándonos de su madre.