Siempre hablo de amor con el geisho, aunque entre nosotros dos no existe. Creo que es precisamente por eso por lo que nos llevamos tan bien.
El día después de la boda es domingo y amanece con viento y sol, una combinación tramposa. La Alberca es medieval y parece bretona. En medio de un clima desapacible, que intercala nubes y claros, el novio nos explica que, siglos atrás, unos monjes franceses se asentaron cerca del pueblo, a mil metros de altitud, en la que desde entonces se conoce como Peña de Francia. Nos recomienda la visita al santuario y planeamos seguir su consejo antes de volver a Madrid, pero primero el geisho y yo acudimos al encuentro con Javi y Marta en la Abadía de los Templarios, el complejo turístico donde tuvo lugar la ceremonia, para meter el equipaje en el coche, que se quedó aparcado allí la noche anterior, con la intención de que todos pudiéramos disfrutar de los excesos del banquete.
Y es en ese trayecto de kilómetro y medio hasta la Abadía, que recorremos uno detrás del otro cargando con las mochilas y la resaca por el arcén de una carretera prácticamente desierta, hundida entre los árboles y las rocas, cuando el geisho, mientras sigue mis pasos a una distancia muy corta y sufre como yo los escarceos de la luz, me explica su técnica para medir la intensidad del enamoramiento.
Para él, la gravedad del asunto es inversamente proporcional a su necesidad de escuchar música y leer novelas. Cuanto más se enamora, menos puede concentrarse en los libros y en los discos; menos se lo pide el cuerpo, porque sólo piensa en el objeto del deseo, que devora su capacidad de concentración como un parásito.
- ¿A ti no te pasa? -Me pregunta sin detener la marcha, preocupándose en todo momento de que no me acerque demasiado a la línea que delimita el arcén.
- No, a mí no.
- Entonces a lo mejor es que no te has enamorado nunca.
Le escucho sin detenerme, en medio de ese fin de semana extraño, que aspira a ser eterno y encuentra excusas para prolongarse debajo de las piedras, y cuando subimos al santuario, cerca ya de la hora de la siesta, me sobrecoge un poco el aire de desierto de la montaña, la soledad de ciencia ficción en la que se encuentran sumergidas las ruinas, como cadáveres en formol.
El geisho, Javi y Marta avanzan más deprisa que yo por el terreno escarpado y las estancias con eco de la pequeña iglesia y el reloj de sol, plagado de agujeros y pasadizos. Les hago fotos con el móvil y me siento como el gusano que habita un cuerpo muerto, mancillándolo en secreto, ajeno por completo al fin del mundo.
Podría desaparecer.
En este caso, no estoy orgullosa de mí, porque el geisho, retomando las palabras del portugués primigenio, con quien acabo de hacer las paces, ha insinuado que soy incapaz de querer a nadie.
Y siempre me dice la verdad.
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