Tinta amarga en formato kindle y papel
Estoy orgullosa de Tinta amarga. Ahora sí es una señora novela; bien escrita. Maquetada con gusto y de lectura ágil. Vamos que entretiene un montón.
Disponible en e-book:
Disponible en papel:
Detalles de Tinta amarga papel
·Tapa blanda: 214 páginas
·Precio: 8,88€
·Editor: CreateSpace Independent Publishing Platform (7 de junio de 2014)
·Idioma: Español
·ISBN-10: 1499172036
·ISBN-13: 978-1499172034
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https://www.amazon.com/author/annagenoves
http://www.pasionis.es/libros-eroticos-para-mujeres/tinta-amarga#more-20293
Sinopsis
La agente del CNI Vera Carmona, es una mujer con doble personalidad; adicta al riesgo y el sexo. Se halla inmersa en una oscura y peligrosa operación contra las mafias del Este y las triadas orientales, llamada Tatuador. Un día conoce a un peligroso capo ucraniano, que la llevará por un submundo donde nada es lo que parece. El contacto con el comisario de policía Antonio Velasco, la devolverá a un punto de partida inesperado y surrealista. Acción, riesgo y lugares increíbles, nos deparan un juego endiablado de espías dobles envueltos de cinismo y violencia.
Tinta amarga en Pasionis
El portal erótico Pasionis, donde escribía relatos de género (que podéis leer junto a otros interesantes apartados…), ha tenido la gentileza de hacer una reseña de Tinta amarga.
Sinopsis
La agente del CNI Vera Carmona, es una mujer con doble personalidad; adicta al riesgo y el sexo. Se halla inmersa en una oscura y peligrosa operación contra las mafias del Este y las triadas orientales, llamada Tatuador. Un día conoce a un peligroso capo ucraniano, que la llevará por un submundo donde nada es lo que parece. El contacto con el comisario de policía Antonio Velasco, la devolverá a un punto de partida inesperado y surrealista. Acción, riesgo y lugares increíbles, nos deparan un juego endiablado de espías dobles envueltos de cinismo y violencia.
Tinta amarga
“También Emma hubiese querido,
huyendo de la vida, evaporarse en un abrazo”.
Gustave Flaubert
Madame Bovary
Prólogo
De la superación del pulp y de las novelas convencionalmente llamadas policíacas
El pulp, en algún que otro autor norteamericano –Robert Bloch, por ejemplo– ha servido para hacer la crónica de un país y de sus gentes, más allá de lo que parecería posible en una simple narración de entretenimiento. El cine supo incidir en ello, por fortuna.
De la literatura policíaca –mentada en su conjunto, para entendernos, no obstante los muchos matices que tiene el género– hemos aprendido que muy especialmente en sus grandes clásicos hay un pozo de verdad del que sólo se puede escribir descarnadamente, lo que no quiere decir descuidadamente (aquí se confunden muchos autores, acaso por faltar a la verdad llevados de un ridículo afán creativo que en última instancia vuelve su trabajo insípido, mentiroso y sobre todo ilusorio y hasta idealista como un cuento infantil convencional, de los moralizantes, no importa la cantidad de sangre que hayan ido dejando en reguero página tras página). Lo peor, pues, que se puede hacer con el pulp o con los géneros comunes a la comúnmente llamada novela policíaca, es lo mismo que puede hacer el peor reporterismo; esto es, inventar en vez de referir.
Por supuesto, no se pretende decir que una narración deba carecer de inventiva, e incluso de ficciones, sino que, cuanto no debe carecer de inventiva y de ficciones es precisamente la aplicación formal (y estilística, si se quiere), estrictamente literaria, a la intención, a la historia que se pretende referir.
En esto, Anna Genovés resulta una autora en verdad modélica. Sus invenciones siempre están sujetas, no a una supuesta inspiración, sino a la necesaria disciplina formal y estilística que requiere el relato. Ahí se diferencia de lo muy conservadoras que resultan ser unas cuantas autoras de novela policíaca última, y no sólo españolas, las cuales todo lo sacrifican a la creatividad, a lo “literario”, que es como decir a lo cursi horrísono, anulando los visos de realidad, de conmoción, que podrían tener sus historias. Y anulando con ello el principio básico de las ficciones literarias: Enseñar lo que no se ve a primera vista.
En Anna Genovés, como digo, la creatividad se supedita a la contundencia de la historia, que no sólo no decae en momento alguno, sino que, precisamente por ser redonda y perfectamente reconocible en la cotidianeidad, cautiva.
Ya he tenido más veces la misma sensación al leer sus historias cortas, que son llamativamente perfectas. Como novelista es igual de contundente; nada queda al azar y nada queda al imaginario elusivo; si cita zapatos, bebidas, vehículos a motor o cuanto se dé, es porque indica tiempo, lugar, acción, ambiente; incluso clima, clímax, apetencias y hasta filias o fobias; e intenciones de un personaje (sabemos qué va a hacer la protagonista, en muchos momentos, más por los zapatos que ha elegido que por la misión anunciada). En suma, referencias directas, algo de lo que a menudo huyen no pocos autores, simple y llanamente por desconocimiento del mundo (frecuentemente, inventan porque desconocen, y así les salen las invenciones. No es cosa de dar nombres, pero el manifiesto ridículo de una cierta novela policíaca a la española –y a la francesa y a la nórdica– se acrecienta si el lector conoce de aquellos asuntos a los que pretenden referirse).
La muy interesante dama que protagoniza con distintos nombres de conveniencia –y hasta con el suyo propio, ser humano, en definitiva– la novela de Anna Genovés, es una agente del máximo nivel, CNI, dedicada a la neutralización de tramas internacionales vinculadas al narcotráfico y al terrorismo. Los escenarios en los que se desenvuelve, las corruptelas y las traiciones y sevicias de las que pretenden hacerla víctima sus compañeros masculinos, igualmente, son perfectamente reconocibles, como lo es también el contexto internacional en el que desarrolla buena parte de sus acciones, lo cual indica, o bien que la autora cuando viaja toma buena nota (cosa que debiera ser tan imprescindible en los novelistas como en un reportero), o bien que la autora sabe documentarse, o que se informa a diario, y no se deja llevar por las inspiraciones artisteadoras. Sin más.
Pero no se crea que esto es lo habitual en la literatura considerada “de género”. Así, pues, aquí, las acciones en las que participa la protagonista, los entuertos en los que se ve envuelta, los peligros y, en fin, los momentos por los que pasa, cualesquiera que sean, tienen un viso de realidad tan fuerte que la acción informa toda la novela como una idea central. Cosa, a mi juicio, muy meritoria, pues indica que la autora no se ha perdido en vericuetos, sino que su esfuerzo tendió en cada palabra escrita a la erección (sí, a veces también en lo sexual, valga la broma) de un edificio en el que cada estancia, cada espacio, ha sido creado a prueba de terremotos. Esto quiere decir que el libro no se derrumba, ni más ni menos, porque la narración no tiene grietas y aguanta las embestidas de las convencionalidades del género erótico y del género policíaco. Como modelo narrativo, esta novela es perfecta. En eso, con mucho, supera lo que de común llamamos pulp, y lo que no menos comúnmente designamos como novela policíaca al menos de un tiempo a esta parte.
Algo dijimos de las erecciones… Bien, en el aspecto puramente sexual, la protagonista de la novela resulta estupendamente libertina.
Precisamente porque arranca de una cotidianeidad, de un núcleo familiar relativamente convencional, que contrasta por fuerza con las exigencias de su trabajo, el sexo en ella propende a un descaro inocente –cotidiano– que llevado a los extremos de su profesionalidad –es espía, no se olvide– deviene en culmen de ese libertinaje seductor que lo mismo puede ser gimnástico que orgiástico. Manda ella y punto.
En eso, la prosa de Anna Genovés es perfectamente informativa; ni se recrea en las acciones como los párvulos hacedores –pajeros– de literatura erótica, ni criminaliza o ejemplifica, o idealiza, dependiendo, a la manera de los novelistas –también muy pajeros– de raigambre psicologista, ni hurga como los –no menos pajeros que los anteriores– que escriben con intenciones sociológicas, como si la jodienda hubiera tenido alguna vez enmienda, sea hecha con la intención que fuere, la jodienda, que tal es otra historia.
No es que Anna Genovés se produzca aquí al modo del naturalismo; es, sin más, que lo hace naturalmente. No se podía esperar otra cosa del personaje central de la novela y el mérito de la autora estriba, en cualquier caso, en que en esas descripciones no pierde ni elegancia, ni potencia o interés. Vamos, que aun narrando cosas convencionales (todo el mundo folla y no son pocos los que incluso joden, muchos de ellos precisamente porque no saben follar) en ningún momento la suma de esos detalles aburre o hace que se pierda el hilo de la historia referida. Al contrario.
La autora habla de su protagonista, cuando la pone a follar, como cuando la pone a calzarse unos zapatos exclusivos, pues no se podían esperar otras acciones –sexuales– como las que describe, en un personaje tan redondo; un personaje coherente, lo mismo en la ternura del ámbito familiar, como en el desprecio de los canallas. Con lo cual, dicho sea de paso, el pulp queda nuevamente superado.
José Luis Moreno-Ruiz
1
Vera Carmona era una mujer en la plenitud de la vida, rodeada de una aureola salvaje: una hembra de buen ver que atraía a los machos como la miel a los abejorros. Daba esa caída de la hermosa Raquel Welch de En busca del fuego. Divorciada desde hacía tres años, su pose era robótica; coleccionaba affaires amorosos como si fueran trofeos. Unos por placer, otros por obligación. Ser agente del CESID traía consigo demasiadas exigencias. En 2002, la unidad se reorganizó y pasó a llamarse CNI. A partir de ese instante, comenzó su andadura como infiltrada en una misión de rango internacional llamada Operación Tatuador. Para quienes la conocían en su devenir cotidiano, seguía siendo una madre coraje a cargo de una adolescente precoz y una sexagenaria. Picoteaba en todas las empresas andaluzas que necesitaban una diseñadora gráfica para sobrevivir.
Julio fue especialmente caluroso. Sevilla parecía una pasarela de tuberías llenas de agua caliente encima de un géiser islandés. En cualquier momento, la Giralda podía derretirse como una chocolatina en el bolsillo de una estudiante de primaria. Los viandantes buscaban sombra y botellines de agua con la que calmar su sed. Hacía mucho tiempo que no se conocía una ola de calor tan sofocante. Quizás esa atmósfera de bochorno, fue lo que hizo recapitular a Vera. Sabía que nada volvería a ser como antes. Dos cosas habían cambiado para siempre en su vida: primero, iba a moverse en un terreno farragoso donde un error podía resultar letal. Segundo, había descubierto que su pasado era más turbio que un buen Godello.
La canícula producía un efecto luminoso, entre el tono ambarino y el naranja chillón de un atardecer en el parque de María Luisa. El maldito calor te dejaba sin tensión ni ritmo. Las axilas de los que se aventuraban a recorrer las calles transpiraban como las de un carpintero a pleno rendimiento en su taller de Triana. Vera caminaba viendo espejismos en cada uno de los geranios que adornaban sus balcones. Se había levantado con el pie izquierdo e iba maldiciendo su mala estrella. La vida era más compleja de lo que parecía. No todo era comer, dormir, trabajar, divertirse o hacer el amor. Había mucho más.
Tenía dos bocas que alimentar y los contratos laborales huían por el retrete. Cogía lo que fuera. Le había salido una chapuza de siete días a jornada completa como decoradora y organizadora de una exposición de trajes de faralaes. Los dueños eran insoportables: unos pijos aristócratas venidos a menos, como el Pocholo Martínez-Bordiú y su grey. La semana había comenzado bastante mal y podía acabar peor.
―¡Vaya semanita llevo, que ganas tengo de finiquitarla de una puta vez! ―renegó hablando sola y con cara de pocos amigos, mientras repasaba las últimas jornadas de su vida.
A 40 grados, la moral menguaba como una barra de mantequilla fundida. Por lo general, Vera tenía buen humor. Empero, a veces, se derrumbaba con el mogollón que le caía encima. Entonces, era imprevisible.
El lunes, diseñó y envió las invitaciones para la exposición de la boutique de trajes flamencos de lujo que la había contratado ―sita en el corazón de su amada Sevilla― previa conformidad de la propietaria. El martes a partir de las 8:45h se encargó del montaje de dicha “feria” en uno de los salones de los Reales Alcázares. Estaba un poco afligida. A su hija, una teenager[1]efervescente llamada Carlota, se le había reventado un quiste sebáceo adosado a la nuca y le hubiera gustado llevarla al Hospital Virgen del Rocío para que se lo extirparan.
No pudo ser. Para colmo de males, a mitad de tarde, la dueña puso el grito en el cielo al ver los preparativos.
―¡Esto es una mierda pinchá en un palo! ―soltó, chillando como una descosida.
A muchas compañeras, les disgustó el alboroto insoportable de la dama con modales del lumpen cañí sevillano. No obstante, The Queen es the Queen y se hacía lo que dictaminara sin rechistar. Había que tragar lo que no estaba en las escrituras para comer. A última hora del día, la exposición quedó perfecta. Pese a que el mal trago, se le había atravesado en la cresta de la campanilla. La inauguración era el jueves por la tarde. El miércoles, iba a dedicarlo al envío de emails y a mimar a su niña ―eso creía―. El absceso de la joven volvió a supurar y se marcharon como un rayo al hospital.
Tres horas después, la criatura estaba operada con un boquete de varios centímetros a la intemperie y una pequeña gasa encima. Las curas fueron diarias y la recuperación dolorosa; más lenta que el antiguo mercancías Madrid-Sevilla.
Vera se mantuvo alerta las 24h del día, y aún así, la muchacha comenzó a sangrar. Regresaron a Urgencias en un santiamén. Carlota pasó a cirugía, ella a la Sala de Espera. Estaba a rebosar; no cabía ni un alfiler. De repente, sus vecinas de asiento, unas gitanas de las 3.000 viviendas ―así lo habían coreado― se pusieron a vocear frikitadas… Era insoportable hacer de acompañamiento. Menos mal que se la trufaban muchas cosas desde hacía años ―pensó, toquiteando las aplicaciones de su Nokia 3310―. Sus glándulas sudoríparas marchaban a pleno rendimiento y las piernas se le pegaban al plástico de la silla. Pero seguía indolente a la espera de escuchar su nombre y saber algo de su hija. De improviso, recibió un sms de la niña para que fuera a recogerla.
El doctor Ridruejo ―conocido de la familia― atemperó su ánimo:
―Vera todo va bien. El sangrado lo ha causado una bajada de plaquetas.
―Gracias doctor Ridruejo.
―Aquí estamos para lo que necesites ―señaló el médico dándole unas palmaditas en el hombro.
En la calle, Carlota le pidió disculpas.
―Lo siento mami…
―Venga, cielo. No es nada. Nos vamos a casa y ya está.
―Pero no podemos ir a la inauguración de la expo que has preparado. ¡Con lo chula qué estará!
―Es lo mejor del día. A ti te apetecería ir, pero a mí no me gustan nada los acontecimientos con medios de comunicación y pamplinas. Ya lo sabes ―recriminó Vera.
―¡Tampoco podemos celebrar tu cumple!
―Mi cumple… No tiene importancia. De hecho, se me había olvidado. Desde los treinta y tres, dejaron de existir. Además, celebro mi aniversario teniéndote cerca ―quiso apretarla contra su pecho para que se sintiera segura. Sin embargo, se reprimió. No quería parecer una madraza simplona en un reality de Mediaset.
Con todo, terminó por ceder ante la necesidad de cariño que manifestó su hija.
―¡Cuánto te quiero mamá! ―Carlota la abrazó, y Vera, terminó por enrollarse al debilitado cuerpo de la adolescente.
Literalmente, Vera estaba a punto de deshacerse en un mar de lágrimas: la vida era mucho más dura de lo que su hija pensaba. No obstante, no podía mostrarle su debilidad. Se contuvo con todas sus fuerzas. Hacía tiempo que escondía los sentimientos bajo una pétrea coraza.
Por fin había pasado la fatídica semana. Vera estaba más contenta que unas castañuelas. Aunque significara quedarse sin trabajo. Por primera vez en su vida, necesitaba un pequeño respiro. Estaba desperezándose en la cama cuando escuchó el timbre de casa. Era su madre; iba a echarle una mano. Mientras Vera devoraba un tazón de muesli con soja al chocolate, Carlota parloteaba con la abuela. Ella las miraba de reojo haciéndose la sueca: sabía que tramaban algo…
―Hija mía ―dijo la matriarca―. La niña y yo hemos decidido que tienes que airearte un poco. Salir a divertirte. Te compras algún trapito, comes con las amigas… lo que te apetezca. Yo aseo la casa y cuido a Carlota.
―¿Tan mal me veis? ―terminó por decir Vera, resoplando.
―Tienes cara de amargada. ¡Expláyate un rato. Qué digo un rato: todo el día, que buena falta te hace!
―Mami, hazle caso a la abuela. También puedes ir al club de tenis. Por lo menos te mantienes en forma…
―¿Insinúas que no soy buena? ¡Cómo te atreves pequeñaja! ―Vera cogió a Carlota y le retorció la nariz.
Las tres rieron con ganas.
―¡Hala! Disfruta de un día libre para ti sola. Seguro que encuentras algo lucrativo o hedonista que hacer, como prefieras… La niña se encuentra de maravilla sólo hay que mirarle la cara ―terminó por decir la mater familia, antes de abrazar a su nieta.
―La abuelita y yo, somos uña y carne ―aseguró Carlota con una amplia sonrisa que decía: “ya tardas, mami. Sin ti nos las arreglamos de rechupete”.
―¡Vale! Os hago caso. Me voy a dar una vuelta ―concluyó Vera con tal de huir de cualquier obligación por unas horas.
Minutos después, bajaba las escaleras dando saltos. Parecía una chiquilla que salía a jugar tras un largo castigo. Desde luego, necesitaba distraerse. De repente, se quedó absorta: no sabía qué hacer. El sonido del móvil la distrajo; acababa de recibir un mensaje anónimo que decía: “todo tuyo” ―sonrió de medio lado―. Miles de figuras recorrieron su mente y una idea estrambótica atravesó su mollera; los ojos se le iluminaron.
―Voy a retocar mis tatuajes. Eso es lo que voy hacer ―voceó por la calle.
Lo había dicho gritando como una loca, justo cuando pasaba por un banco de la plaza. Las chismosas del barrio ―abanico en mano― la miraron con cara de asombro.
Sabían que era demasiado moderna para algunos asuntos. A ella le hacían gracia esas urracas con rosario y mantellina. Estaba decidida a seguir dibujando su cuerpo en ese prestigioso antro llamado New Tatoo. La mariposa del hombro pariría estrellas que llegarían a su talle y la flor de sus nalgas se rodearía de hiedras. La letra china de la mano, seguiría intacta: tenía un significado muy especial. Al fin y al cabo, era una idea residual planeada desde hacía meses. Sólo que todavía no le habían dado vía libre para entrar de lleno en el meollo del asunto.
Hasta ese momento había estado, como en tantas otras misiones, de aquí para allá. Una madre preocupada por el futuro económico de la familia que mantenía, nada más. Pero su vida privada era totalmente inusual.
***
Vera atravesaba la ciudad sin prisa ni pausa, recordando los altibajos emocionales de su nutrida existencia. New Tatoo estaba en el casco antiguo de Sevilla. Era el mejor estudio de la city. Le hicieron su primer tatuaje en los ochenta, cuando sólo los atrevidos xerografiaban sus hechuras; y su primer piercing lobular ―al estilo Ian Dury (incluidos pendientes con hojas de afeitar)― poco después. Sí. Era bastante atrevida. Pese a ello, nunca había sido una drogata o una frescales, aunque la envidia hubiera empañado su estampa desde el mismo día en que abrió los ojos.
De niña nadie cuidó de ella y cuando se echó a la calle, tuvo muy claro lo que debía o no hacer. De igual modo, nunca se habían preocupado de su salud mental; aunque en más de una ocasión, había pensado que tenía personalidad múltiple. Los años le habían enseñado a convivir con las facetas inestables de su organismo; su juego preferido habían sido los disfraces, y en ello seguía. Había encontrado el oficio perfecto para su alteración genética. Siempre conseguía todo lo que se proponía. Ese día no iba a ser menos.
Al doblar la esquina de la calle Sierpes, se percató de la fachada de New Tatoo: la tenía enfrente de sus narices. Acristalada, repleta de imágenes y artilugios para piercing; no había cambiado ni un ápice desde la última vez que la había visto. Con tanta elucubración, había llegado sin apenas darse cuenta.
En la puerta estaba Yuma; el tatuador, hablando con dos moteros delante de sus Harley Davidson.
―Hola, ―Vera saludó y entró hacia el mostrador del fondo.
―Hey! ―contestó el tatuador, sin hacerle demasiado caso, antes de seguir conversando.
Los moteros levantaron las barbillas. La mirada de Vera se cruzó con la de un rubio granítico de ojos claros. En el interior del antro, saludó a Carmen; la morena “piercingeada” que atendía a las visitas.
―Hola Vera, ¿qué te trae por aquí? La última vez dijiste que no volverías ―le insinuó la punk bastante socarrona.
―¡Qué buena memoria tienes! Eso mismo dije. Y tú contestaste que no te lo creías. Pues aquí estoy.
―Tú tampoco andas mal de la azotea.
―Una intenta mantenerse en forma…
―Ya veo. ¿A qué se debe tu visita? ―preguntó mirándola de arriba abajo.
―Vengo a modificar algunos tatuajes. Quiero ampliarlos.
―Ahora le digo a Yuma que te eche un vistazo… ¡Yumaaa!!! ―voceó la recepcionista.
El tatuador entró y Vera le explicó el asunto.
―Pasa conmigo, ¿a ver qué llevas y qué se puede hacer? ―le dijo.
En el lateral derecho del local, había una especie de barra de Silestone gris adosada a la pared, con dos ordenadores e infinidad de catálogos. Enfrente del WC, una habitación con cristales y persianas de plástico enrollable. Dentro, un sillón de polipiel negro de los que se utilizaban en tiempos pretéritos para tatuar. Vera le enseñó la mariposa del hombro. Seguido, se bajó la cremallera de la minifalda tejana y le mostró la amapola de sus glúteos.
―Bien, aquí podemos diseñar unas estrellitas que vayan hacia la cintura ―le dijo señalando el omoplato―. En el de abajo, alguna enredadera. ¿Qué te parece?
―Estupendo; me fio de ti. ¿Puedes retocármelos hoy? ―Vera puso carita de pena.
―Mmm... Si vuelves dentro de una hora: hecho.
―Ok. Luego nos vemos.
Carmen, apuntó la cita en el dietario. Al salir del local, Vera se fijó en otro de los míticos sillones junto a la puerta. Alain, “el gabacho” de los piercing y las escarificaciones[2], estaba apoltronado en esa vetusta reliquia exhibiendo sus cicatrices. Las llevaba por todas las partes visibles de su anatomía. En el suelo, una anaconda disecada se enroscaba a la abrazadera. Parecía que “el rarito” del estudio se había convertido en taxidermista.
―¡Qué, Vera! ¿Te hace una escarificación? ―le soltó de repente, provocativo.
―De momento no. Quizás más adelante… ―contestó ella, pensando en lo rico que estaba el ciervo.
―Ya sabes. Cuando quieras, aquí me tienes ―insinuó con descaro, mostrándole las marcas de sus brazos.
―No lo dudes. Hasta luego Alain ―lo miró de reojo antes de salir, deleitándose con sus músculos.
Alain era muy atractivo: piel oscura, ojos avellana y cabello recogido en una coleta por donde asomaban un manojo de truños castaños.
―¡Hasta luego, guapa! ―contestó el francés, guiñándole un ojo.
Vera se dio una vuelta por los grandes almacenes para hacer tiempo. De paso, se compró la consabida crema que utilizó a posteriori. No pudo evitar pasar por la sección de deportes; se probó un conjunto de tenis ―turquesa y marino― que le quedaba de maravilla. Su periplo finalizó en la perfumería, olfateó una colonia de Prada: un instante sublime de esencias cítricas y vainilla. Suspiró. Si había tatuajes no podía permitirse otro capricho. Torció el morro; por unos minutos, quiso ser una cleptómana. Sin embargo, todavía no se atrevía con los hurtos: “todo llegará”… ―se dijo a sí misma.
De regreso a New Tatoo el calor era sofocante. Veía fantasías en cada escaparate y con ellos recordó la historia de los dibujos de su cuerpo. La amapola se la hizo cuando rompió con Paco, un chulo de pueblo que deseaba entrar por la virginidad de su trasero o asistir a una sesión voyeur en un dúo lésbico con su ex novia. Ante su negativa, la dejó como a una piltrafa. Ella decidió fastidiarle un poquito; sabía que le encantaban esas flores tan alucinógenas. El muy cabrón decía que le daban suerte.
Ni corta ni perezosa, se tatuó “una” en la parte alta de su hermoso trasero. Un día lo llamó por teléfono. El hortelano babeaba ante sus insinuaciones. Quedaron para cenar en un restaurante argentino. Vera estuvo toda la velada acariciando su entrepierna con los pies. Después, lo llevó ―en su coche― a los alrededores del cementerio de San Fernando donde las parejas se pegaban el lote.
Lo puso a cien mil, pese a que su miembro era tan diminuto que lo apodaban “el dado” por lo irrisorio del tamaño. Cuando lo vio lanzado, se ladeó y le enseñó el tatuaje. Dio igual que sus apetecibles senos estuvieran al descubierto con un push-up que enardecía sus redondeces. Al verlo, enloqueció. Se bajó el pantalón y se tiró sobre las exquisitas posaderas de Vera como si fuera un demente. Desgarró su tanga y chupó todo lo que alcanzaba su lengua ―ella estuvo a punto de echar la pota―. Minutos después, el espécimen estaba a punto de eyacular. Entonces, abrió la puerta del Corsa y le pegó un empujón. Lo dejó tirado en el suelo, cerró de golpe y bajó el pestillo. Seguido, la ventanilla:
―Ya la has visto: jamás volverás a contemplarla. ¡Jódete cabrón! ―Le dijo. Ipso facto, salió chirriando ruedas.
El segundo tatuaje: la mariposa del hombro. Se lo hizo cuando se divorció. Manuel ―su ex marido― era un mamón que vivió de sus ingresos durante los nueve años que duró el matrimonio. Vera tenía que haber advertido su avidez por la noche. Pero estaba cegada con su rabo de mandinga. Tras “el dado” el falo de su esposo le parecía un ídolo digno de elogio. Además, por aquel entonces, le llovían los contratos laborales en todas las empresas punteras de Andalucía. Estaba forrada y no se preocupaba de otros asuntos.
No vio sus intenciones… Hacían el amor a todas horas y en las posturas más dispares; Vera se convirtió en una esposa joven y una mujer experimentada: aprendió el kamasutra “de pe a pa” en un abrir y cerrar de ojos. La satisfacción duró poco tiempo: mucho ruido y pocas nueces.
A los nueve meses nació Carlota. Manuel empezó a desaparecer de casa. Al principio, eran unas horas. Poco a poco, fueron días. Primero llegaba bebido, y después, la maldita farlopa. No sabía dónde había estado ni lo que había hecho. Un día, Vera descubrió que tenía gonorrea; su polla había estado dentro de muchas vaginas y muchos culos de travestis. Y de su orto, ¡qué decir! Había recibido glandes erectos a tutiplén. Su ex, era un “gay” que se las daba de machito ibérico.
Aguantó varios años, tapando sus desavenencias y sus vicios. Un día, el mamón le espetó una contundente hostia que le reventó la nariz. Vera se acojonó tanto que calló como una puta. Siguió trabajando a destajo y cuidando a la niña; iban vestidas con todas las fruslerías del mundo. Palió la falta de cariño con todos los caprichos que se le antojaban: se convirtió en una fashion victim[3]. Sus chifladuras tamizaban las divergencias matrimoniales. Manuel, por el contrario, siguió metiéndose por la nariz lo que no estaba en las escrituras. Un día, se armó de valor y lo denunció.
Siguiendo los consejos de su abogada, cogió a Carlota y se marchó a un hogar para mujeres maltratadas. Allí conoció a Lola, la que fue su hada madrina ―de ahí el tatuaje de la mariposa―. Lola, posibilitó que Manuel le concediera el divorcio y se marchará de Sevilla con una orden de alejamiento que nunca incumplió.
El tercer tatu: un símbolo chino. Se lo hizo unos meses después, significó su resurrección. El ave Fénix resurgía de sus cenizas: tras diez años de malos tratos, era una mujer soltera. Ese día se juró a sí misma que nadie volvería a humillarla. Al poco tiempo, se preparó para ingresar en el CESID a escondidas. Cuando la aceptaron, se veía encarnada en los personajes principales de Mentiras arriesgadas. Era Jamie Lee Curtis. O mejor todavía: el mismísimo Schwarzeneger con ovarios y dos tetas cuasi perfectas.
La vida había corrido vertiginosamente desde entonces. Su hija crecía y cada día necesitaba más. A la par, su economía hacía aguas; el boom del ladrillo estaba a punto de estallar. Tras el repaso mental de su existencia ―caminando por las soporíferas calles de Híspalis[4]― Vera había regresado a New Tatoo. Antes, tropezó con una agorera.
―Niña, te voy a echá la buenaventura... ―le dijo de sopetón como una mala raya de coca que sube demasiado pronto.
―No me eche nada que tengo prisa ―contestó ella mirándola con cara de asco: era una freak de urgencias.
―No tasustes ¡Ozu! El de arriba nos ha juntao. Na de perni ―chascó los dedos―. Te la voy a echá poque sí ―sonrió dejando entrever la falta de dientes.
Vera no pudo escabullirse. La gitana había cogido su mano y rastreaba las líneas de la palma. De buenas a primeras, le dijo que veía mucha pasión en su vida; lo malo se acababa y llegaba lo bueno cargado de sorpresas. Ella se descojonó de sus mentiras. Pero regresó al estudio de tatuajes riendo a mandíbula suelta.
―Hola, Carmen ―saludó a la recepcionista.
―Hola, Vera. Sube al primer piso: Yuma te espera ―contestó la punk repasando los libros de cuentas. Sin mirarla.
―Ok amiga. Luego te veo ―Carmen se encogió de hombros como diciendo: “a lo mejor, cuando acabes ya me he marchado”.
Mientras subía escuchó una conversación…
―Hasta el sábado figura.
―Te espero a las siete.
―Aquí estaré. ¿Cuántas sesiones necesitarás para acabar el dibujo?
―De seis a ocho…
―Perfecto. Nos vemos.
Vera escuchó un choque de manos, vigoroso.
La escalera ―de madera noble― crujió bajo sus pies al cruzarse con el motero rubiales. La mirada fue intensa: cargada de lujuria. El pavo olía a verraco. Ella a hembra. Se olfatearon mutuamente. La química entre ambos se descubría voraz.
***
Saludos,
Anna Genovés
09/06/2014