Creo que lo digo en casi cada post sobre los libros de esta editorial, pero lo repetiré: Sajalín sigue descubriéndonos autores cuyas obras merecen mucho la pena, autores que por aquí no se habían traducido o estaban olvidados, como son los casos (por citar unos pocos) de Richard E. Kim, F. C. Delius, Marcellus Emants, James Ross, Ota Pavel, Dambudzo Marechera o la escritora que hoy recomendamos, Jean Stafford.
Los relatos de Stafford son precisos, de una precisión casi milimétrica en su concepción, y siempre hay una especie de inquietud alrededor de los personajes, como una tormenta que podría estallar aunque no siempre estalle. Aquí se presentan 13 cuentos y una introducción de la propia autora en la que ésta refleja bien el germen de los mismos: La mayoría de los personajes de estos relatos también están lejos de casa y, aunque probablemente la echan de menos, no regresarán. Stafford es sutil y a la vez incisiva. Os dejo con dos muestras:
Beatrice le dijo que detestaba las discusiones –se estremecía cuando alguien levantaba la voz y las miradas de odio la hacían temblar–, pero que soportaba mejor los alaridos y las broncas de unos despiadados matones, el agudo griterío de unas mujerzuelas y la humillante disputa entre un criado y su señora, que el mínimo altercado entre un hombre y una mujer cuya unión había tenido su origen en la ternura y el mutuo acuerdo. Una relación basada en el amor era demasiado delicada como para soportar la amenaza de la discordia. Había casas a las que Beatrice no pensaba volver porque había visto al marido y a su mujer enfrentándose desagradablemente, había restaurantes a los que acudía de mala gana porque en ocasiones anteriores había sorprendido a alguna pareja en medio de una amarga disputa. ¿Cómo podía seguir todo igual entre ellos? ¿Cómo podían continuar juntas dos personas después de exponerse y humillarse de tal modo?
[Del relato "La historia de Beatrice Trueblood"]
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¡Fue un verano espantoso! Todos los poetas de América pasaron por nuestra casa. Era el primer verano después de la guerra, cuando la gente volvía a disponer de gasolina y podía ir adonde le apetecía, y a todos los poetas les dio por venir a nuestra casa, en Maine. Se quedaban durante semanas enteras, traían a sus mujeres o amantes, con las que se peleaban, y criticaban a las mujeres y a las amantes a las que habían abandonado –o que los habían abandonado– con tanta insistencia que, aunque ausentes, su presencia era muy real. Y así, la casa, mi casa, mi primera casa, mía y de nadie más, se fue llenando, inundando de gente hasta los topes. Por la noche, después de cenar, los poetas se ponían a leer en voz alta sus obras y a beber cubalibres hasta las cuatro de la madrugada. Pero no se escuchaban entre sí; solo estaban pendientes de que les llegase el turno de recitar. Y yo tenía que quedarme despierta para ordenar el salón después de que se fueran a la cama borrachos, aunque no tan borrachos como para despojarse de su vanidad.
[Del relato "La invasión de poetas"]
[Sajalín Editores. Traducción de Ana Crespo]