En el fondo de un armario, donde guardan refugio los desafortunados, encuentro una vieja caja de zapatos que sobrevivió a numerosos traslados. Me había olvidado de ella, como de tantas cosas del pasado, pero de inmediato recuerdo lo que esconde: polaroids amarillentas de cuando tenía veinte años y lucía ajustadas camisetas, imágenes de noches de fiesta, amores furtivos con guiris de paso y ese grupo de amigos, dandis de la oscuridad, que un día nos creímos inmortales, los más listos y guapos del lugar. Y a punto estuvimos de serlo.
Cada beso en la esquina de la discoteca de moda, cada borrachera de tequila y ginebra, cada raya de coca adulterada que nos metíamos por la nariz con billetes de cinco dólares en lavabos oscuros que apestaban a orín, cuando todo iba bien y tú estabas allí, eran nuestro particular canto a la vida, esa que se pierde hoy en la sinfonía del tiempo.
Madrugada silenciosa entre gatos, perseguido por los fantasmas del jardín. La penumbra, el miedo y el alcohol me empujan hacia una melancolía autodestructiva; la única opción decente que tiene el que sabe demasiado: desaparecer. Los viejos borrachos del barrio, trajes caros y arrugas profundas, cincuentones con los que coincidíamos en lúgubres sótanos donde jugábamos a futbolín a la hora de matemáticas, le llamaban a eso vergüenza torera.
Atiendo los viejos consejos. Abro la caja de cartón con el pánico del que encara al batallón de fusilamiento, pero con la templanza del que hace tiempo conoce su sentencia, del que siempre dio por seguro que se acabaría topando con la derrota sin matices. No vale la pena ya disimular…
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