Habrá quien considere matar a tu propio hermano una crueldad monstruosa. Tal vez quien así crea no tenga hermanos.
Mi hermano siempre tuvo más suerte que yo. Una suerte ingenua. Inmerecida. Creció ganándose los méritos de hijo predilecto a través de buenas notas, torneos de fútbol, novias de buena familia y una sonrisa. La sonrisa de mi hermano abría todas las puertas. Ingenua, como su suerte.
Si alguna vez puedo decir que he tenido suerte fue por conocer a Sofía. Sentir sus labios, su mirada. Por tenerla entre mis brazos, entre mis piernas. Una sola noche me bastó. Una noche y fue mía para siempre.
Yo era el hermano pequeño. El segundo. El número dos. Para mis padres, nada que yo hiciese parecía tener mérito. Cada triunfo era una banal repetición. Así mi infancia aconteció sin sorpresas, sin alegrías, sin orgullo ni reconocimiento. Cada éxito, una copia. Cada victoria, un calco. Cada conquista, un mínimo exigido en comparación constante con el alto listón del primogénito. Todo por una cuestión de suerte.
Si acaso mi hermano hubiese sido un fracaso; si no hubiese satisfecho toda expectativa; si no hubiera sido perfecto; si no le hubieran regalado a él el calcetín y a mí la botella, todo hubiese sido diferente. Si no hubiese sido por el accidente. Si Sofía siguiese con vida, no le habría matado.
Tenía cinco años y mi hermano siete. Él había empezado la liga en su primer equipo de fútbol. Yo quería ser cantante. Era la última Navidad de mi abuelo, todos lo sabíamos. Aun así, era una Navidad feliz. Como si la Navidad sirviera de excusa para olvidar cualquier miseria. Porque éramos niños. Mi abuelo se moría y quiso hacernos un regalo para que lo recordáramos siempre.
Funcionó.
He pensado en él todo este tiempo. Mientras rajaba en horizontal la yugular de mi hermano, con toda esa sangre chorreando por mis brazos, sus ojos en blanco hacia atrás: no dejaba de pensar en el abuelo. Y en Sofía. La pobre Sofía. Mi amor.
—Para ti, este calcetín de deporte. Un calcetín para jugar al fútbol. Lo llevaba de joven cuando jugaba. Era mi calcetín de la suerte. Llévalo siempre.
Un calcetín. Sólo uno. El calcetín de la suerte. Para mi hermano.
—Para ti una botella de anís. La misma que hacía sonar mi padre cada Navidad. Rascas así con una cuchara y acompañas cualquier villancico. Tú que quieres ser cantante. Guárdala siempre. Es un recuerdo familiar.
Una botella de anís. Un recuerdo. Un peso. Una responsabilidad. Me enseñó a usarla como si nunca le hubiera visto tocar antes ese chisme. Esa botella. El legado.
El abuelo murió rapidísimo privándonos del derecho a réplica. De cualquier reclamación. Se fue precipitando nuestras vidas, bifurcando nuestro camino y nuestra suerte. La palmó y mi hermano y yo nunca más volvimos a ser hermanos.
SEGUNDA PARTE: Suerte 2
SEGUNDA PARTE: Suerte 2
generadores electricos baratos
Me gusto su post. Y que la suerte nos acompañe al momento de comprar generador eléctrico.
primitiva qr
Creo que la suerte tambien depende del poder de la palabra, por ejemplo si uno dice un dia, este es mi dia de suerte las cosas se inclinaran hacia la suerte de esa persona, por ejemplo que yo diga hoy tendre suerte en la loteria, creo que aumentaría mis probabilidades e poder ganar algun premio!, gracias por el post me gusto tu informacion espero poder leer mas como este, saludos