Bajo volcán

Esta semana se han cumplido 50 años de la aparición en castellano de una de las novelas más singulares y fascinantes de la literatura del siglo que dejamos atrás. Bajo el volcán , de Malcolm Lowry, uno de esos británicos con culo de mal asiento que al final uno no sabe si lo nacieron en un pueblo de Cheshire o deberíamos colocarlo en lugares voluntarios: Estados Unidos, Canadá, Sicilia, Francia, España -a sus protagonistas los hace casarse en Granada-, o en el México que le dio la mala vida y la gloria. Acabó enterrado en un pueblo anodino de Sussex, en el país que le vio nacer, lugar de su última y letal borrachera.

Tenía 47 años y estábamos en 1957. Malcolm Lowry, estudiante en Cambridge, es un decir, porque si hubo persona poco dada a la seriedad académica y a la literatura convencional, fue él. Pero los británicos tienen eso, ¿qué más da que no termines nada si en todo lo que iniciaste has dejado huella de carácter y talento? Se metió en la carrera diplomática siguiendo el dicho, tantas veces confirmado por la realidad, de que es la única profesión que te permite unos fondos saneados y mucho tiempo libre. Dadas las peculiaridades de su personalidad le mandaron a Cuernavaca, México, y por esos privilegios que otorga la literatura cuando se escribe en superlativo, pasaría a la historia como el cónsul Geoffrey Firmin, protagonista indiscutible de su única novela, ¡para qué más!, Bajo el volcán .
Es verdad que antes había escrito Ultramarina , una novela para hacer dedos, que dirían los pianistas, y luego de su espectacular Bajo el volcán intentó un poco de todo, poesía, relatos, y hasta adaptaciones cinematográficas. ¿Qué tipo de novela es Bajo el volcán ? Empezó a escribir la primera versión en 1936 y pasito a pasito, aunque mejor sería decir botella a botella, alcanzó la cuarta versión, la definitiva, en 1944. La historia de un cónsul de Su Majestad británica en Cuernavaca durante una jornada -el 1 de noviembre de 1938, día de Difuntos-, una fecha muy especial para cualquiera que conozca un poco el inconmensurable mundo mexicano, ese mundo que atrapó a Lowry durante muchos años y del que acabaría expulsado por dos razones: conducta absolutamente desordenada -era una bebedor compulsivo y agresivo- y su manifiesta incompetencia, nacida probablemente en Cambridge, para lo que un mexicano de la clase que sea denomina mordida , el sobre de la corrupción.
Pero tratándose de un hombre de cultura antigua y bien asentada, Malcolm Lowry desarrolla su relato en un día, ese de Difuntos, pero transcurre con vueltas y revueltas a su torturada memoria durante 12 horas y tiene 12 capítulos. Conocía la Cábala, el ocultismo, la Biblia, las singularidades numéricas creadas en los años oscuros, medievales y modernos, y todo eso hace de su relato una pieza de relojería donde todo encaja. Las peleas con sus dos editores, el gringo y el británico, fueron históricas. ¡Un texto demasiado largo! Le sobraban palabras, como habían dicho al joven Mozart con sus notas. Y sobre todo, ese primer capítulo, en apariencia confuso y sin el cual la pirámide invertida del relato tendría dificultades para sostenerse. El gran editor Jonathan Cape se quedó alelado cuando el autor le envió una carta de 31 páginas, inefables, donde explicaba con brillantez cómo encajaba ese primer capítulo y su sentido.

Consiguió publicarla en 1947, tras tres años de pelea editorial. Apareció en Nueva York y Londres. La edición francesa apenas si tardó dos años, con un hermoso prólogo del autor. Nosotros no tuvimos traducción al castellano hasta 1964, por Ediciones Era (México), y eso que abundan las frases y los modismos mexicanos, y referencias constantes a la guerra civil española y, en concreto, a “la Batalla del Ebro que se está perdiendo”. No olvidemos que el texto se sitúa en 1938. Pero lo que más llama la atención es el escaso eco de este texto entre la literatura de la época y la posterior. Es verdad que estábamos en pleno franquismo, en año tan agresivo como 1964 (los XXV años de Paz), pero resulta difícil de entender.
La simplificación de una novela como Bajo el volcán , como ya había ocurrido con el Ulyses de Joyce, del que es deudor -Lowry es un joyceano confeso-, se limitaría a cuatro personajes que se van cruzando en Cuernavaca bajo el poderoso influjo del volcán Popocatepetl, el guerrero que fuma , acompañado de su pareja volcánica Iztaccíhuatl; “el matrimonio perfecto” en palabras de Lowry.
¿En qué sentido estamos ante una obra de gran literatura? Porque la simplificación se limitaría a contar cómo el cónsul británico Geoffrey Firmin va trasegando bebidas alcohólicas de alto voltaje, desde el común whisky, pasando por el mezcal, la tequila, la ginebra, la cerveza, y hasta las lociones para el cabello o la estricnina licuada. Un cruce de tan sólo cuatro personajes principales: su esposa, su hermano, un peculiar cineasta francés varado en la derrota permanente y el autor protagonista. Una prosa deslumbrante.
¿Pero cómo este libro que lleva entre nosotros 50 años apenas tiene el reconocimiento de otros textos consagrados de la literatura? Quizá por el tema, el alcoholismo en grado superlativo. Lo cual tiene dos ángulos, uno que no alcanza a las pretensiones de este artículo y que consiste en marcar lo que significa para un creador, caso Lowry, la obligatoriedad de beber hasta el límite, para poder crear hasta el límite. Pero la otra es más compleja de explicar.
¿Cómo una generación de dipsómanos españoles dedicados a la literatura apenas se detienen en este libro que supera con mucho las boberías académicas que se han escrito sobre Rimbaud y Baudelaire? En nuestra intelectualidad republicana, al menos hasta la derrota de 1939, es raro encontrar escritores inclinados vorazmente hacia el alcohol, fuera de algunos casos marginales. Baroja era abstemio, Ortega y Gasset también, e incluso Unamuno se consideraba militante de la liga antialcohólica. Sólo el marginal Pérez de Ayala bebió por todos ellos.
Pero esa tendencia se rompe con la dictadura de Franco. Las generaciones de poetas y escritores que dominan los años sesenta tendrán dificultades para sobrevivir, pero no para producir una obra importante en un mundo dominado por la represión y la grisura ambiental, pero anegado en alcohol. El poeta más notable, tan ninguneado hoy, Claudio Rodríguez, consigue la gloria -la modesta fama de los degustadores de poesía- con un libro que lo dice todo, Don de ebriedad (1953)- y no dejó de beber en exceso hasta la muerte. Como Ángel González -me acuerdo de su dilema metafísico: si no tomo varios whiskies no puedo subir a recitar, y si los tomo se notará que estoy borracho-. ¡Qué decir de Luis Marín Santos o Juan Benet, bebedores ansiosos y agresivos! “¿Ha bebido usted en su vida?”, le preguntó el médico a Benet, que según la leyenda respondió: “Media Escocia”. La lista se haría terminable pero llamativa: Gil de Biedma, la entrañable Ana María Moix, y el desmedido Carlos Barral, por citar los más sobresalientes. Incluso gente generacionalmente mayor como Leopoldo Panero o Luis Rosales, a quien nunca conocí sobrio.
¿A dónde voy? Quizá había un cierto rubor social al considerar al cónsul Firmin de Bajo el volcán como una delación de sus inclinaciones y eso limitó su prestigio en la clandestinidad de los bebedores apasionados. Han pasado 50 años. Quizá convendría volver a leer esta obra maestra de la literatura como lo que es: el ejercicio de una autor capaz de compaginar la Divina Comedia de Dante, la Biblia, la miseria amenazante de 1938 en vísperas de la Gran Matanza, y el jazz singular de Joe Venuti, el introductor del violín en el jazz, un italiano que nació en el barco que llevaba a sus padres emigrantes a los EE.UU., y al que homenajea con dos palabras gloriosas: “jubilosa alondra”.
Ocurre con los grandes lib ros. No admiten simplificaciones. Bajo el volcán lo es. Por lo demás, no me hubiera gustado conocer a Malcolm Lowry. Era un hijo de perra, con momentos sublimes.

Por GREGORIO MORÁN. Publicado en La Vanguardia el 10 mayo de 2014

 


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