En 1963, Sylvia Plath, la primera mujer de Ted Hughes, se suicidó metiendo la cabeza en el horno. En 1969, la segunda pareja de Hughes, Assia Wevill, que había sobrevivido al Holocausto, puso fin a su vida del mismo modo. Raquel cita a Žižek para terminar su historia y dice mirándome a los ojos: “una vez es mala suerte; dos es negligencia”.
Estamos delante de un plato de fideos fritos y un par de cervezas japonesas, que bebemos directamente de la botella. Es casi la una de la madrugada del viernes al sábado y hemos llegado hasta el Sushi Bar de Comandante de las Morenas después de hacer un alto en una terraza de Martín de los Heros para tomar un vino y una ración de queso manchego que nos ha sabido a gloria. En la televisión del local pequeñísimo, extrañamente lleno a esas horas poco apropiadas para la comida asiática, están dando un partido antiguo, en el que Figo todavía lleva la camiseta del Real Madrid y corre sin despeinarse de un lado para otro del campo. Las televisiones de los bares y restaurantes ejercen sobre mí un efecto hipnótico.
Los rayos catódicos desinfectan la memoria.
Pero aún recuerdo lo que hemos estado haciendo antes de eso. Puedo remontar el tiempo como quien da marcha atrás en una ciénaga: Raquel y yo nos hemos encontrado esa tarde en la librería Alberti, donde se celebraba la presentación del libro de relatos de Mariano Peyrou, ‘La tristeza de las fiestas’.
Acompañado de Jonás Trueba y Abraham Gragera, encargados de presentar la primera incursión del poeta en la narrativa, Mariano ha leído un cuento, el que da título al libro, y nos ha tenido escuchando dócilmente, sentadas en los peldaños de la escalera.
Me resulta difícil concentrarme en las lecturas en voz alta. No importa lo bueno que sea un texto, un mal lector puede acabar destrozándolo, confiriéndole con un tono monótono la profundidad de la lista de la compra; pero no es el caso. Aquí las palabras ganan, sobre todo cuando Peyrou hace un alto, tal vez sorprendido ante su propia afirmación ya impresa, y lee:
'Siempre habrá gente que dedique todo su talento a violar los sueños de los demás'.
Esa frase me saca de mi ensimismamiento.
Horas más tarde, en el japonés, discutiré con Raquel acerca de la importancia de ser prioridad para alguien, de ocupar el primer lugar en su lista de 'apagar fuegos'. Familia aparte, no creo que yo sea la número uno para nadie. Es probable que sea la segunda, la tercera en muchas de esas listas no escritas pero reales en las conciencias, esenciales a la hora de tomar la decisión sobre qué mano soltar en el borde del precipicio.
No me importa.
Pienso en mis sueños perpetuamente violados, en ese rumor de acuífero que me dice que sí, que mis ilusiones están siendo enyuntadas, víctimas de mi propio, flagrante, consentimiento; y pienso en quien me humilla sin pretenderlo, y en la felicidad extraña, como una planta exótica, que todo este juego supone.
Luego dejo que la cerveza fría me congele la garganta y me obligue a concentrarme en las sensaciones de mi cuerpo, todavía vivo. Como un fogonazo, vuelve a mí la idea de la cabeza en el horno, la imagen de Ted, la imagen de los hombres egoístas pero no por ello menos buenos.
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