Los grandes bombarderos se cargaban
de aquel genial invento de los hombres;
la palabra amarrada a la columna.
Y cuando los motores estridentes
rugían sobre plazas y colegios
–sus miasmas lamiéndole los ojos
a los mismos que el ruido ensordecía–,
era fácil dejar la rebelión
en manos de otro día, otro momento.
Sobre la Red, las moscas navegaban
inconscientes. Felices. Deslumbradas
por la angulosa luz.
Llegó el día;
las membranas de acero inoxidable
espetaron entonces
un último mensaje.
No hablaba de esperanza.
No hablaba de futuro y sin embargo
lo escucharon los árboles resecos,
lo adoraron las rosas macilentas,
los perros embozados, los canarios
neuróticos, los óvulos de hielo
y los niños besados por el cólera.
Ya no era necesario hablar apenas.
Ya no quedaba nada que decirse.
B. C.
Los hijos de los hijos de la ira
Hiperión. 2006