Taxi a París. Ruth Gogoll.

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Le di un mordisco y ella apartó rápidamente la cabeza, pero no me soltó las muñecas. Sus manos me apretaban con la misma fuerza que unas esposas. Tuve la sensación de que no era la primera vez que hacía aquello, de que ya estaba acostumbrada. Me observó con una mirada feroz, mientras se limpiaba con la lengua una gota de sangre del labio. Me resultaba imposible librarme de aquella mirada. 

-      Eres una gatita muy mala… a ver si al final va a resultar que me he equivocado contigo. Pensaba que eras una burguesita aburrida, de esas que lo único que hacen es tumbarse y abrirse de piernas… 
Vi un destello de esperanza.
-          ¡Sí, sí, eso es lo que soy, una burguesita aburrida! –A lo mejor así me dejaba en paz, pensé.
-          No, no, no. – Se echó a reír de nuevo, con la voz ronca por el deseo-. Ahora ya es demasiado tarde. Te he calado. Lo estás deseando. Quieres sentir miedo y dolor porque eso te excita. ¡Admítelo! – Seguía sujetándome las muñecas con fuerza. Me estaba haciendo daño y grité-. ¡Eso es, grita! ¡Grita todo lo que quieras! – Su voz era un jadeo ronco y apasionado.

Tuve miedo. El dolor no me había despejado, como yo esperaba, sino todo lo contrario: la noté entre las piernas, exactamente como ella había dicho. Me pregunté si realmente era aquello lo que yo buscaba. Ella se dio cuenta de mi indecisión y me besó de nuevo, pero esta vez no traté de escapar: me metió la lengua casi hacia la garganta con una fuerza brutal. Pensé que iba a vomitar pero, justo antes de llegar al extremo, ella retiró la lengua. «¿Con cuántas mujeres lo habrá hecho?», me pregunté. Tal vez había más mujeres aficionadas a esos juegos de lo que yo creía. «¿Y yo? –me pregunté-. ¿Yo también soy así? ¿A mí también me gusta?»

Ella atacó de nuevo. Sentí que me vencía la necesidad de contraatacar, de participar, de no mantener una actitud pasiva y permitir que me utilizara. Pero no, nunca, eso era justamente lo que ella quería, y yo debía defenderme. Eso era lo que me decía mi cabeza, aunque el traidor de mi cuerpo me obligara a otra cosa. Yo casi no podía soportar el deseo, que cada vez era más fuerte. Me temblaban las rodillas; ella se dio cuenta y aflojó un poco la presión en mis muñecas.

Busqué su lengua con la mía. Ella se apartó durante apenas un segundo y me contempló sorprendida. Después metió la lengua otra vez en mi boca, tan a fondo y con tanta fuerza que casi me ahogó. De repente me soltó las muñecas y apoyó las manos en mi cintura. Tensé el cuerpo, a la espera de que volviera a hacerme daño. Me sacó la camisa de los pantalones y casi de inmediato empezó a acariciarme la espalda. Sentí un cosquilleo por todo el cuerpo. Ahora ya no había ningún obstáculo, me clavó las uñas en los hombros y yo gemí de dolor. Muy despacio, dejó resbalar las uña por mi espalda hasta llegar a la cintura. Me sentí como si me estuvieran arrancando la piel a tiras, aunque el dolor no era tan intenso como para no poder soportarlo. Gemí de nuevo, un poco más alto esta vez, aunque no sé si de dolor o de placer.

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