Los emigrados, de W. G. Sebald


La anécdota ya le he contado varias veces: hace años encargué los únicos libros de W. G. Sebald que por entonces estaban traducidos en España (Vértigo, Los emigrados y Los anillos de Saturno: los tres fueron publicados en Debate) y, en la misma semana en que los recibí, el escritor murió en un accidente de tráfico. Leí con fascinación dos de ellos y, como suelo hacer cada vez que un autor pasa a mi lista de escritores favoritos, dejé aparcado uno de los títulos para leerlo algún día lejano. Luego salieron en Anagrama otros libros suyos y también reeditaron las tres obras citadas, y compré y leí varios de ellos, y por fin he visto el momento de leer Los emigrados: necesitaba volver a Sebald y este título era una deuda. Mediante fotografías, recuerdos propios y ajenos, extractos de diarios y anotaciones de los implicados, la obra nos desvela las vidas de cuatro hombres que emigraron de su tierra, y cómo eso afectó sus vidas. Son personas que, de alguna forma, tienen que ver con el autor: el propietario de una casa en la que alquila habitaciones junto a su mujer, un antiguo maestro que le dio clase en su niñez, un tío abuelo al que sólo vio una vez y un pintor al que acude a entrevistar. Son hombres anónimos a los que Sebald, con sus palabras, engrandece y eleva a la categoría de leyendas porque les ha inoculado vida literaria.

No sé si es necesario repetir que Sebald destaca por su prosa de orfebre, con largas frases plenas de musicalidad donde cada palabra y cada coma encajan a la perfección. ¿Y qué decir de la mezcla de estilos, que tantos pretendemos imitar en algunos textos? Memoria, ensayo, biografía literaria, documento visual, reportaje de investigación… El autor convoca a los muertos y devuelve al primer plano un pasado que otros muchos desatendieron u olvidaron. Otra de las habilidades de Sebald es su destreza para atraer la atención del lector en la primera frase. Por eso os dejo, como ejemplos, dos de los principios de sendos "relatos": 

En enero de 1984 me llegó de S. la noticia de que Paul Bereyter, que fuera mi maestro en la escuela primaria, había puesto fin a su vida en la noche del 30 de diciembre, es decir, una semana después de cumplir los setenta y cuatro años, tendiéndose en la vía del tren a las afueras de S., allí donde la línea férrea sale del bosquecillo de sauces describiendo una gran curva para ganar el campo abierto.

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Hasta los veintidós años de edad nunca había estado yo más lejos de cinco o seis horas en tren de casa, y por esta razón, cuando en otoño de 1966 decidí por diversos motivos trasladarme a Inglaterra, apenas tenía una idea aproximada de lo que allí iba a encontrarme y de cómo, puesto sobre mis propios pies, me las arreglaría en el extranjero. Quizá se lo deba a mi inexperiencia el haber sobrellevado sin mayor inquietud las cerca de dos horas de vuelo nocturno de Kloten a Manchester.



[Debate Editorial. Traducción de Teresa Ruiz Rosas; revisión de Sergio Pawlowsky Glahn]

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