Esplendor y ocaso de Pedroso, por Sergio Heredia
Había ido a caer el tedio sobre Pedroso, igual que una losa, abotargando a todos sus habitantes y convirtiendo la villa en un gigantesco y aburrido dormitorio de donde hasta los sueños habían huido. Así es la historia de esta villa, sepultada en un hastío tan monótono que las mujeres, como sonámbulas, cruzaban las calles con los ojos cerrados. Y los perros se pasaban los días perreando a las puertas de las casas, los niños se apostaban las canicas por ver quién de sus padres se pasaba más horas vagueando en la cama, las gallinas se morían de hambre porque nadie les ponía nada qué picar y los cochinos, impacientes, se devoraban entre sí.
Hay quien jura haber visto esas cosas.
El caso es que ni la llegada del cine ni la del ferrocarril habían querido despertar a Pedroso, absorbida por el tedio. Es la historia de sus gentes, gentes pequeñas, mitad humanas mitad androides, de aspecto desgarbado y mirada huidiza, gentes que apenas sí se habían divertido alguna vez, acaso desde aquella tarde de primavera.
¿Pero cómo olvidarla?
La tarde en que había llegado aquel tren, vomitando aquella banda de música que, sin ton ni son, se había plantado en la plaza, desierta aunque tan ceremoniosa ella con su fuente de Venus en el centro y el ayuntamiento a un lado. Contaron hasta siete: siete músicos formaban aquella banda, la misma que se había propuesto ahuyentar el sopor de Pedroso y abrir aquella tarde con algo de Elvis y seguir luego entonando a los Platters, e incluso a Count Basie. Querría aquella escandalera despabilar la villa, siempre sesteando. Lo lograría, vaya si no. Llegaría de la mano del alcalde, un tipo malhumorado y taciturno, el tipo que ahora se había asomado al balcón del ayuntamiento, en principio para ordenar que fusilasen a los intrusos que le habían abortado el descanso. Había sido su mujer quien le había asido de las muñecas, picando con los pies, disponiéndose a bailar. Luego, todo iría cuesta abajo. Aparecerían los adolescentes, corriendo hacia la plaza dispuestos a divertirse. Y los ancianos, despotricando al principio por molestarle que profanasen sus rutinarias costumbres, rindiéndose al fin, ahora navegando entre la complacencia y la nostalgia, una vez que la banda había entonado los boleros que evocaban su juventud.
Despertaría Pedroso de su sopor el tiempo que iba a durar aquel concierto inesperado. El tiempo suficiente, en realidad, como para que el alcalde se desasiera de su mujer, insaciable danzarina, y fuese a proponer a los músicos que se quedasen en la villa. ¿Quién sabe? Quizás así fuese a esfumarse el aburrimiento de sus gentes. El tiempo suficiente como para que los adolescentes se emparejasen, las empolvadas calles se convirtieran en alegres bulevares o la fuente de Venus, oxidada y muda desde hacía un lustro, viniese a resplandecer de dicha, ofreciéndose a vomitar agua a borbotones.
¡Qué maravilla! La irrupción de los músicos iba a convertir el antes lánguido Pedroso en una villa de delirante bullicio. No llegarían forasteros, qué va, al menos por ahora, pero sí que sus gentes, pequeñas, huidizas y asustadas, iban a volverse jocosas y divertidas. Tanto iba a cambiar todo, que el lugar devino centro neurálgico de todo el Camposanto. Así que vinieron a visitarles los vecinos de El Cierzo, y también los de El Margal, vencidos por la curiosidad teñida de envidia. Es notable: nunca en la región se había desencadenado un jolgorio semejante. Se volvió el apacible Camposanto, antaño tierra de espíritus y de ensueños, epicentro de la algarabía universal, donde los ritmos, los bailes y el vino se entremezclaban en vertiginosa voracidad.
En el centro, don Matos, pues así se llamaba el alcalde, sujeto ceñudo y somnoliento, creo que se ha dicho ya: este hombre iba a proponerse ser el más alegre de todos. Así que se puso manos a la obra, para regocijo de su hermosa mujer, la bailarina del balcón del ayuntamiento. Iba el alcalde a pasarse el tiempo tarareando las sonatas que la banda armonizaba abajo, junto a la fuente de Venus, cuando no bailoteando, chisteando o bien sonriendo, dichosamente perdido. Tan feliz se sentía en aquellos días, que incluso se había permitido el lujo de convidar a una velada al gobernador de El Margal, con quien hasta entonces se había llevado como el perro con el gato. También dijeron haber visto esta escena: sentados a la fresca en el balcón del ayuntamiento, don Matos fue a lanzarle un pacto de tregua al gobernador. Y, aún yendo más allá, le tendió la mano, en señal de paz.
-Olvídemonos de las tierras de la acequia –decía don
Matos, entre trago y trago de vino–. Se las concedo. Yo no las necesito.
-Y yo no puedo aceptar, pues no faltaba más –replicaba el gobernador, complacido, y luego repetía, ante la insistencia de don Matos–, pues no faltaba más, que no y que no.
Y más allá, sus mujeres sonreían satisfechas, mientras comentaban, como burguesas encopetadas en el palco, las delicias del trombón, del saxofonista o del tenor cuyas melodías se obsequiaban desde allí abajo.
Discurrirían tiempos de complacencia en Pedroso. Aunque esa ya no era su historia: porque aquella villa jamás había pretendido ser capital del Camposanto. Pero he aquí que, sin verlo ni quererlo, todos los ojos, sueños y anhelos habían vuelto los focos hacia sus calles. “La villa de los sueños, así la rebautizamos”, recordaban los viejos años más tarde, añorados, cuando relataban a sus nietos, en el crepitar del fuego en las brasas, todo lo que había acontecido en el lugar.
“Fue maravilloso: olvidamos el espíritu del Camposanto –contaba el anciano Saldaña, debajo de la encina de los Cien Sabios, aquella que lloraba en las noches de tormenta–, y entregamos Pedroso a un desenfreno inaudito. No diré que aquello se hubiese convertido en Sodoma y Gomorra, ni mucho menos. Pero, ¿y quién nos lo había de decir? Algunos escépticos, y entre ellos el padre Marino, el asceta, a quien siempre tachamos de maníaco peligroso; el padre Marino, venía diciendo, pretendería expulsar a voz en grito a la banda de músicos. “Sois el mismísimo demonio, él os ha enviado”, había llegado a decirles, desencajado. Y los músicos, que al principio se habían detenido, asustados, sonreirían luego para sí, para seguir tocando, y así otra vez y otra vez y otra vez, sin parar, mientras los días iban transcurriendo en armoniosa locura”.
Y se había puesto a correr el tiempo. Y había corrido tan aprisa que un mes más tarde la banda aún entonaba serenatas junto a Venus, mientras los habitantes de Pedroso, ciegos de desenfreno, de tan activos ni dormían. Cualquiera diría que la villa se había propuesto recuperar el tiempo perdido, el mismo que se había desperdiciado en eternas siestas sin sueños.
Y de la mano del maná llegaron los proyectos. Fue cosa de don Matos, que ahora no podía detenerse: fue a ordenar que construyesen una noria, tan elevada que iba a abrirle la vista del Camposanto al curioso que se hubiese aupado a su atalaya. Pensaba don Matos instalar allí su campo de operaciones, manifestándose como el alcalde de la villa más importante de la región. Supongo que querría dominar todo el lugar, surcar desde el mástil las montañas de la Luna, gobernar, crear otra Torre de Babel, compararse incluso a Dios, pues a tal desequilibrio había llegado ya el desenfreno de Pedroso.
–Somos los más grandes– iban diciendo algunos.
–Lo somos– abundaba don Matos desde el balcón del ayuntamiento, cada vez que la banda, con las manos encallecidas y los labios hinchados, se tomaba unos minutos de reposo.
Y toda la villa, entregada a sus pies, ebria de vino, de dicha, confundida por las noches sin sueño, por los días ociosos y por las incontables y laboriosas horas invertidas en la construcción de la noria, y de las carpas para el circo, y del pabellón de celebraciones, se decidía a corear su nombre, “don Matos, don Matos”, y el de la banda, “vivan ellos, vivan”, mientras todos brindaban y gozaban de aquellos eufóricos días.
Pasaron dos meses desde la llegada de la banda, y ahora Pedroso, que ya contaba con la noria, con dos carpas y con tres pabellones, presenciaba también la edificación de un nuevo ayuntamiento, alto, blanco y sólido, con dos torretas a los lados y un balcón tan amplio como el escenario de un teatro. Escenario, éste, que don Matos había querido encarar a la banda de músicos para, desde lo alto, convertirlo en pista de baile en la que danzaba de la cintura de su mujer.
Y pasaron más cosas. Porque derribaron el antiguo ayuntamiento y en su lugar había brotado un casino, y dos meses más tarde otro más grande que el primero. Y el dinero, que apenas sí se había visto correr en Pedroso alguna vez, ahora manaba de debajo de las piedras, y los habitantes de la villa, labriegos tristes, pequeños y huraños, en un abrir y cerrar de ojos se habían vuelto terratenientes ojerizos cuyas propiedades vallaron, cuyas reses marcaron y cuyas arcas ocultaron en escondites imposibles.
De modo que del delirio musical devino el progreso de Pedroso. Pudo advertirlo el alcalde, asomado al balcón del nuevo ayuntamiento, sonriendo complacido mientras su mujer, a sus espaldas, danzaba sin parar, ahora una rumba, luego una samba y más tarde un swing. Y abajo los músicos, emblema del futuro, soplaban, martilleaban, sudaban, se detenían a intervalos muy cortitos para comer, beber u orinar.
Y toda la villa trabajaba sin desmayo al son que marcaba la música, sin pararse a comprender siquiera qué demonios era lo que estaba sucediendo.
“Y nunca lo supimos –contó el anciano Saldaña–. Hasta que un día, acaso un año más tarde, tan pronto como había comenzado, la banda vino a detenerse. “Se acabó el concierto”, había proclamado el cantante, que se llamaba Anuano, por si te lo habías preguntado alguna vez, y todos los miembros le habían seguido, recogiendo sus bártulos, desmontando la batería y la trompeta y guardando las guitarras en sus estuches de lona. Se subieron los siete en el primer tren, rumbo a ninguna parte, para desespero de don Matos, triste figurilla corriendo tras ellos por el andén, suplicándoles que se quedasen, y desaparecieron en la distancia, entre los resoplidos del ferrocarril, que volaba llevándose consigo los sueños de la villa”.
-¿Y qué fue entonces de Pedroso?
-¿Acaso te lo creerías si te dijese que se diluyó como un fantasma?
-Quizá sí, viejo Saldaña, aunque me gustaría verlo.
-Pues vamos hacia allá. Pero descálzate, no quiero que hagas ruido al pisar los guijarros. Es mejor que la villa no despierte jamás.
Sergio Heredia
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