- Todos los placeres deberían estar prohibidos –Dijo ella con vehemencia, consciente de que su afirmación no suponía un gran descubrimiento-, especialmente los que nunca llegan a consumarse del todo, los que se presentan en forma de constante tentación. Nadie merece el dolor que generan cuando desaparecen; la sensación perpetua de intento fallido.
Y, aunque no lo pronunció en voz alta, pensó también en el orgullo que exige de nosotros el vacío que dejan a su paso; la prueba terrible de supervivencia que implica seguir adelante ya sin ellos.
Él la estaba escuchando con atención. Era inteligente y se atrevió a interrumpirla para adelantarse a la conclusión de su razonamiento:
- Por eso no volverás a verme.
Aliviada ante su deducción, acusando en su interior la cobardía del que siempre espera, permaneció unos segundos en silencio y reflexionó sobre cada uno de sus encuentros, en cierto sentido cargados de significado pero también, en cierto sentido, completamente inútiles, como niños que hubieran nacido deformes y con los que nadie supiera qué hacer; la clase de desgracia plagada de destellos engañosos, capaces de llenar toda una vida.
Allí donde la huida era la única opción posible.
Así fue como ella por fin dijo:
- Por eso no te volveré a ver.
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