El miedo: Trayecto hacia el cinematógrafo, de Hilario J. Rodríguez


La ciudad es una ruptura del hombre con Dios, una ruptura tajante, pues le aleja de la naturaleza, en cuyo seno siempre tendrá la presencia del creador más cercana, su amparo, visto que en el seno de la naturaleza nada hay absurdo, a no ser el hombre, claro. Con lo cual no es del todo extraño comprobar cómo incluso los norteamericanos registraron en su propio cine ese primer gran miedo de la imagen: la urbe, ante la que se debe hacer un trabajo selectivo a la hora de lograr un efecto u otro. Sin embargo, ese miedo endémico, en el caso del cine norteamericano tardó en aposentarse en su concepción fílmica y nunca llegó a hacerlo de forma tan extrañada como en el cine expresionista alemán, si bien sí consiguió igualar, o superar, dependiendo del punto de vista desde el que se mire, su contundencia.

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Al principio la presencia de mi hijo me sumió en un mar de dudas; yo no estaba preparado, ni creo estarlo ahora (pero ésa es otra historia), para dar aquello de lo que creo carecer por convicción propia, que es fe y esperanza. Claro que eso ahora ya no cuenta. Me guste o no, tengo una responsabilidad, y un miedo. Y lo que más me aterra son simplemente los rostros de los demás esperando que abomine de mi hijo y me sume a sus reproches y lamentos porque no pueden dormir o hacer sandeces a sus anchas. Yo no necesito nada de eso, ni aun dormir. Sea como fuere, me siguen aterrando esos rostros salidos de la sombra, rostros tristes y asqueados, rostros enfermos que se acercan a mi hijo para vampirizarle con un amor asqueroso y falso, un amor que durará apenas hasta que Samuel, mi hijo, pueda pedir y exigir amor por su cuenta y entonces se dé cuenta de la verdad y no haya nadie a su lado, o por lo menos yo.

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Quizá premonitoriamente, David Cronenberg, el director canadiense, anteponiéndose en un par de lustros al problema del SIDA y sus iniciales lecturas sociales de nueva plaga o epidemia para castigar los excesos de las dos décadas anteriores, de sexo, drogas y rock and roll, ubicó en la carne y sus mutaciones al compás de los acontecimientos externos, de cariz tecnológico o referidos al uso de los fármacos, un escenario oportuno para el desarrollo del miedo. La enfermedad es, por tanto, una de las constantes en su obra, pues ésta es "carne que se emancipa, que se rebela y quiere dejar de servir, es la apostasía de los órganos; cada uno de ellos se propone hacer rancho aparte, cada uno de ellos, al cesar, brusca o gradualmente, de prestarse al juego, de colaborar con los demás, se lanza a la aventura y al capricho. Para que la conciencia alcance cierta intensidad, es necesario que el organismo padezca e incluso se disgregue: la conciencia, en sus comienzos, es conciencia de los órganos". Ningún templo pasa más desapercibido que la carne, siempre larvada, hasta que de pronto despierta, muchas veces para embriagarse en los fuegos de su propia destrucción, justo a un tris de extinguirse por completo. 



[Asociación Cinéfila Re Bross]

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