No debería haber aceptado, se decía una y otra vez mientras se dirigía en taxi hacia el Muséum National d´Histoire Naturelle. No le apetecía, no era un buen día. Las gotas de lluvia se escurrían por el cristal en cada semáforo en rojo. Allí parado, mientras masajeaba inconscientemente su pierna, observaba a los otros conductores atascados como él. Mirada perdida al frente, cada uno a lo suyo, encerrados en sus habitáculos, pensando que eso que estaban haciendo, en ese instante, era lo mismo que llevaban haciendo muchos años y posiblemente lo mismo que harían en los venideros. Unos fumaban. Otros golpeaban el volante con inquietos dedos al ritmo de la música “impuesta” por cualquier radio fórmula, siempre la misma, día tras día, con la misma insistencia y perseverancia de los semáforos. Ahora verde. Jean Asperge se dio cuenta entonces de que el taxista iba hablando. “¿Qué estará diciendo?” Veía sus hombros y su nuca moverse al ritmo de una explicación, con manos gesticulantes similares a las suyas al frente de su orquesta. “¿Qué dirá?”, pensaba Jean. Siempre tuvo una cualidad excepcional que le diferenciaba del resto de los humanos: podía bloquear su cerebro del exterior y hacer que por sus tímpanos no pasara sonido alguno. “Usted tiene mucha vida interior, ¿no?”, le preguntaban a menudo los periodistas. “No, simplemente es que casi nunca me interesa lo que los demás ‘exteriorizan’”.
SE ACABÓ, Editorial Última Línea, junio 2014