Los mártires de Pyongyang, de Richard E. Kim


En una de las escenas más recordadas de Algunos hombres buenos, Tom Cruise le gritaba a Jack Nicholson: "¡Quiero la verdad!", y Nicholson respondía: "¡Tú no puedes encajar la verdad!". Y lo mismo sucede en este libro de Richard E. Kim (muy célebre en los años 60): un capitán del ejército de Corea del Sur es el encargado de averiguar la verdad tras el asesinato de doce sacerdotes cristianos a manos de los soldados comunistas durante la Guerra de Corea, pero el problema es que la verdad no interesa a nadie, la verdad sólo molesta en un mundo que atañe a altos mandos del ejército, hombres religiosos y mentiras piadosas.

Tiene algo esta novela que recuerda a la película antes citada: además de la verdad y de la investigación en un entorno castrense, ambas toman ciertos elementos del género de detectives, aunque aquí no haya mujeres fatales ni villanos con sombrero ni gángsters que apalizan al protagonista. Aquí sólo hay un tipo (Lee, que también es el narrador) que habla con dos de los curas supervivientes, que actúa un poco de mosca cojonera para que salga la verdad a la luz y que trata de encontrar respuestas a algunas de las preguntas que se plantean: ¿Los doce sacerdotes a los que se quiere hacer mártires suplicaron por su vida o murieron sin proferir una palabra? ¿Hubo algún traidor entre ellos? Y de ser así, ¿quién fue: un superviviente o uno de los ejecutados? ¿Es necesaria una mentira para que así la fe elimine la desesperación de los hombres? Aunque el autor es coreano, vivió durante años en Estados Unidos y eso se nota; se nota en la absorbente narración: Kim logra que devoremos el libro simplemente con buenos diálogos y una prosa ligera que oculta detrás unos cuantos planteamientos sobre los límites entre la fe y la verdad. Dos extractos:

-Coronel, mi único argumento es que hay que contar la verdad por el simple hecho de que es la verdad. Debo dejar claro que no tengo otros motivos. Si encontraran al señor Shin culpable de traición, insistiría en que dieran cuenta de su delito. Eso es todo, coronel.
-¿Por qué hay que contar la verdad? –exasperado, el coronel se puso en pie de un salto y comenzó a dar vueltas por su oficina–. Se puede enterrar la verdad y seguirá siendo la verdad. No hace falta contarla.

**

Yo estaba fuera de control.
-¡No! No te desprecio, ni a ti ni a nadie –casi grité–. ¡Lo que desprecio es lo que estáis haciendo! –intenté moderar la voz antes de continuar–. Dices que les dais lo que quieren, lo que necesitan. Pero ¿por qué engañarlos? ¿Por qué engañar a una gente que ya ha sido engañada en incontables ocasiones? ¿Por qué añadir más mentiras a sus miserables vidas? ¿Dices que les das lo que quieren? ¿Cómo sabes que lo que quieren es una sarta de mentiras? ¿Estás seguro de que eso es lo que necesitan? Necesitan la verdad. Puede que sea dolorosa, pero la verdad es lo que necesitan, y debes dársela. Dices que lo haces todo por ellos, pro su felicidad. ¡Pero no es verdad! Lo haces todo por vuestra propaganda. Lo haces porque quieres salvar a tu iglesia de un escándalo. Lo haces porque quieres engañar a la gente para que crea que todo va bien, que todo va a ir bien, que hay un dios en el cielo que cuida de ellos, que hay un Estado que se preocupa sinceramente por los suyos, y todo ello en el nombre del pueblo. Estoy harto, estoy asqueado de todo este engaño, de todas esas nobles mentiras, todo en nombre del pueblo, por el pueblo. Y mientras tanto, la gente sigue sufriendo, sigue muriendo, engañada desde que nace hasta que muere.   


[Sajalín Editores. Traducción de Damià Alou]

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