Ningún ruido alteró la paz del borboteo del agua, que hervía abstraída de todo en la cocina.
Supo sin embargo -quizás por esa especie de silencio que antecede-, que llamaban a la puerta.
Antes de abrir, acertó a mirar por el herrado ojo de la cerradura. Al otro lado, fuera, enmarcada en un cuadro de sombras y de luz, esperaba una niña. Había perdido el globo, pero llevaba sujeta por un hilo -tenue como su flequillo- la esperanza.
La invitó a pasar. Puso la mesa para dos y comieron la paella sin necesidad de palabras:
todo estaba claro.
Salud