Aunque había oído hablar ya bastante de esta novela (a Kerouac y Bukowski y Henry Miller, por ejemplo), no fui capaz de conseguir un ejemplar hasta, calculo, los veinticuatro o veinticinco años. Imposible, por su estigma (colaborar con el régimen pronazi de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial), encontrar ningún libro de Céline editado en nuestro país por aquel entonces, comienzos de los 90, y grande la frustración de no poder, pese a las fantásticas palabras que mis autores de culto le dedicaban, acceder a su obra. Hasta que, en una edición del Círculo de Lectores, al que mi madre estaba suscrita, conseguí al fin su primera y más aplaudida novela, Viaje al fin de la noche, que fue para mí una auténtica revelación. Ahí estaba Bardamu, alter ego de Céline, desafiando a la vida y al mundo, cantándole al horror de la guerra y al absurdo de estar vivos, ácido y corrosivo, sarcástico y escatólogico, con su lenguaje emotivo, esa especie de dialecto nihilista y cañí, sus frases lapidarias, su filosofía aplastante y sus aventuras y desventuras en África, Francia y Estados Unidos, buscando el camino de baldosas amarillas.
Ha habido, por supuesto, otros muchos autores y libros que me han marcado, pero ninguno, creo recordar, tanto como Céline y su Viaje al fin de la noche, la revolución que supuso en mi cabeza y mis letras, en mi forma de escribir y de entender el mundo, y a pocos debo tanto como a él.
Recientemente, más de veinte años después de haberlo leído, con Julio César Álvarez, he coordinado la antología El descrédito: Viajes narrativos en torno a Louis Ferndinand Céline (Ediciones Lupercalia, 2013), donde un puñado de autores españoles contemporáneos rendimos tributo al maestro.
Vicente Muñoz Álvarez, en El Telégrafo (Quito, Ecuador).