La teoría de los electrodomésticos y las estrellas muertas


Bebí mucho vermú. Era domingo y hacía sol en la terraza de Raquel. La tarde del sábado ella había conseguido un coche para ir al IKEA y comprar una sombrilla blanca con la que protegernos del cáncer de piel, pero todo fue inútil, porque la terraza estaba llena de gente y nosotros, que habíamos llegado los primeros, acabamos al fondo, inconscientes, haciendo caso omiso de toda precaución y hablando de las películas de Werner Herzog.

Maravilloso.

Cuando nos entró hambre, elegimos un libro (era requisito indispensable para acceder a la fiesta acudir con uno e intercambiarlo al irse por el de algún desconocido) y nos despedimos. Entré con 'La extraña desaparición de Esme Lennox' y salí con 'Corazón tan blanco', la novela de Marías. La edición de Anagrama, tan vieja que en la foto de la solapa el autor parece estar agotando la adolescencia, se vino con nosotros al VIPS de Sevilla. El reloj del móvil marcaba las cinco y yo me pedí pasta con albóndigas y bechamel. No sé por qué el desorden, con sus connotaciones de desahucio aceptado y olvido, me atrae. Por un momento, mientras ojeaba mi botín, experimenté un descanso en la espera; la capacidad fugaz de tirar por la borda todas las expectativas.

Aunque no lo hago, sé que eso es exactamente lo que debería hacer.

Ya en casa, con el sol en el cuerpo, como un virus, me tumbé en el sofá y, entretenida con una de esas aplicaciones de noticias, que incluía en portada el veinte aniversario de 'Cuatro bodas y un funeral', concentré mi atención en el quejumbroso ronroneo de la nevera. Fue entonces cuando formulé la teoría de los electrodomésticos. Pensé en lo reacios que somos a desprendernos de ellos cuando dejan de funcionar, en lo que tardamos en sustituirlos, en hacernos a la idea de que toca continuar el camino ya sin ellos. El ejemplo más claro está en los golpes que recibían los televisores antiguos cuando en su pantalla aparecía la nieve. Al principio un golpe bastaba para recuperar la imagen, que permanecía durante un tiempo más o menos prolongado, hasta que volvía a fallar. Luego venían más golpes (cada vez más) y se iba reduciendo el periodo de pleno rendimiento entre las recaídas.

Los electrodomésticos moribundos renquean como la luz de las estrellas muertas.

Nos falta valentía para perseguir aquello que más queremos y, de la misma manera, nos resulta difícil alejarnos de lo que realmente ya no brilla.

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