La última vez que me ruboricé fue por culpa de García Márquez. Estábamos en los Cien Montaditos, era una noche de miércoles de esta primavera que quiere ser verano, y en las pantallas gigantes de todos los bares el Barça caía rendido ante el Atlético de Madrid. Huyendo del fútbol, en un rincón del local con vistas a Orense, habíamos encontrado una mesa demasiado pequeña para los cinco que éramos. Compartíamos una tabla de salchichas y unos nachos, y lo estábamos pasando bien.
Había algo de Torre de Babel en aquel ambiente de luz rotunda, cargado de ruido, de cruce de conversaciones; también había un secreto.
En un momento determinado del encuentro, García Márquez salió a la conversación; un tema lógico si tenemos en cuenta que una de las razones que unía al grupo era la pasión por la literatura. Imma dijo: "Mi favorita es 'El amor en los tiempos del cólera', he releído varias veces 'Cien años de soledad' pero no he conseguido que me guste tanto". "A mí me pasa lo mismo", dije yo, "aunque 'Cien años de soledad' sólo la he leído una vez".
"Qué mentirosa".
Hubo un tiempo, no hace tanto, en que me prometí a mí misma que no leería nunca "Cien años de soledad", quizás porque las novelas y las películas que amamos no son más que una prolongación de aquellos que nos las descubren, que nos hablan de ellas. La vida de las palabras sobre la página depende exclusivamente del lector que las recomienda y quiere compartirlas, y, al menos para mí, cada historia va indisolublemente unida no tanto a su autor como a quien me conduce hasta ella, despertándome la curiosidad.
Yo escondía un dolor, una herida propia que ahogaba toda intención de lectura. La novela maestra de García Márquez iba a quedarse hace año y medio en una de las estanterías repletas del despacho de mi padre en Valencia. Aún sin abrirla, me recordaba demasiadas cosas tristes. Decidí que no volviera conmigo a Madrid, pero mi padre, que seguramente no se acuerda, cambió eso.
La víspera de mi marcha paseamos juntos por la Gran Vía Fernando el Católico y se interesó por mí. Estábamos en enero, hacía frío, él se apoyaba sin necesidad en su bastón y yo le conté mi desengaño con una confianza poco corriente entre padre e hija. Le hablé de García Márquez y de mi decepción.
Él fue muy claro: "a pesar de todo esa novela hay que leerla".
Así que le obedecí.
- Qué mentirosa.
- No, qué va, al final la leí...
Ayer pasamos el día hablando de García Márquez. Fuimos a comer y al cine. Nos sentamos en una terraza y charlamos hasta que el frío pudo con nosotros.
Hace año y medio me prometí que no nos volveríamos a ver.
Cuando nos despedimos, antes de llamar a Silvi y sumergirme en el curso imparable de la realidad, como las sirenas, me pregunté qué diferencia a los que se van de los que se quedan; me sorprendí identificando cada esfuerzo y cada cambio en esta línea de la trama.
García Márquez -sacrilegio- me da igual.
Lo que hemos puesto de nuestra parte. Eso es lo que merece la pena.