Sobreros: totum revolutum.
De pequeña me llamaban trapatroles. De púber, despeinada. De madura, sobrera. Mi madre me llamaba sobrera. Mi abuelo me llamaba sobrera. Mi tía me llamaba sobrera. Todos me llamaban sobrera.
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SOBRERO-RA, definición y acepciones según la RAE:
sobrero2, ra. (De sobrar). 1. adj. Que sobra. 2. adj. Dicho de un toro: Que se tiene de más por si se inutiliza alguno de los destinados a una corrida.
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Está claro que pertenecía al segundo grupo apartado primero... o segundo: cada cuál que haga sus conjeturas. 44 años y sin catar varón. Un día, pegué el campanazo y me convertí en promiscua o ninfómana. Una Michael Fassbender en Shame, con ovarios.
Todo comenzó cuando mis amigas me arrastraron al pub-disco de maduros más famoso de la city: La Edad Brillante. Me sentí como una teenager. Los bailones-as eran treintañeros, cuarentañeros, cincuentañeros, sesentañeros y más… Nos hicimos asiduas de los viernes noche. Danzábamos, nos emborrachábamos, vomitábamos y después, pillábamos cacho.
No haber probado varón, no significa que tuviera el himen intacto o que me lo hubiera cortado con una Gillette a lo indie retorcido de Haneke en La Pianista. No. Comencé con los Támpax. Más tarde, con los dedos. Por último, con los vibradores más sofisticados del Sex Shop más cool de mi city.
Llegué a coleccionarlos. Tenía una estantería completa con todos los “pepitos” habidos y por haber colocados como si fueran trofeos: el arco iris de colores, texturas y sabores. Hubo una temporada en la que fue un totum revolutum con las amigas. Nos reuníamos en la casa de turno y bajábamos pornos. Cada una con su instrumento a practicar felaciones, penetraciones o lo que se terciara. La cosa terminaba consolándonos las unas con las otras. ¡Joder, era genial!
En La Edad Brillante nos conocían como las “rubias marchosas”. Sí, todas éramos rubias de bote: quedaba o muy chic o muy barriobajero. Dependiendo del color exacto y del gusto de una. Al final, éramos más conocidas que la Charito. Nos habíamos ventilado a todos los machitos útiles. Así que, cambiamos de local y de tinte de cabello; nos hicimos morenas.
¿Dónde ir? Estaba claro: fuimos directas a La Máquina Salsera. Meneito por aquí, meneito por allá. De sopetón, me lié con un colombiano de veintisiete añitos. Más ancho que alto, más músculos que cerebro: perfecto. Me pegaba unos revolcones y ¡chimpún! Pasé de ser “la sobrera”, a ser “la vergüenzas”. ¿Y qué? Me dio igual. Andaba yo caliente y plus. Ríase la gente ―pensaba.
El mulato de ojos achinados, se llamaba Jonathan Jairo; estuvo meciendo mis carnes un año. Un día, descubrí que desatascaba todas las cañerías que se le ponían a tiro. Hasta tenía un anuncio en una red de “gigolós” en la que especificaba que le agradaban las MILF. Claro que le gustaban: nos sacaba más guita que la recogida de los cepillos de la catedral.
Me quedé compuesta y sin novio. De nuevo: una sobrera machucha y escaldada. Hasta que escuché en la TV: “buscas pareja o quizás un encuentro apasionado… llámanos, dinos tus preferencias y lo que necesitas. Nosotros te lo encontramos.” Bajo el logo Sin Pareja. Las primeras experiencias fueron nefastas. Los partenaires o eran peluches babosos que deseaban sonsacarme los cuartos. O viejales alopécicos que parecían mis padres. Pero un día, encontré a uno de mi quinta “apañao”.
De eso hace un lustro: la cosa funciona a golpe de estocada. Somos dos almas calenturientas en el vía crucis decrépito. Recuerdo que estuvimos a punto de rajarnos. Me propuso algo pecaminoso: practicar sexo anal. ¡Madre mía! Por casi lo mato. Eso está de moda entre mascachapas, tatuados y piercingneados ―le dije―. El rollito empezó a desinflarse. El payo quería lo que quería… A mí no me daba la gana. Un día me planté: “si me dejas que te inserte un dildo de dimensiones parecidas a tu miembro, acepto”. ―Sugerí para que me dejara en paz.
Por suerte, se lo tomó al pie de la letra. Salimos pitando a un Sex Shop 24 horas. Lo compramos. Se lo introduje hasta la garganta y encima me puse como una moto. Todo con lubricantes ex profeso para el evento. Después, me la clavó por detrás. Y ahora, nos damos mutuamente. Nos hemos hecho adictos al anal sex y el sado, obviamente. Estamos memorizando los códigos de sumisión/dominación. “Negociando” quién será quién.
No se lo tomen en serio, es cuestión de sobreros gravitando.
Anna Genovés
28/12/2013
Propiedad Intelectual
La caja pública V ― 488 ― 12
¿Dónde ir? Estaba claro: fuimos directas a La Máquina Salsera. Meneito por aquí, meneito por allá. De sopetón, me lié con un colombiano de veintisiete añitos. Más ancho que alto, más músculos que cerebro: perfecto. Me pegaba unos revolcones y ¡chimpún! Pasé de ser “la sobrera”, a ser “la vergüenzas”. ¿Y qué? Me dio igual. Andaba yo caliente y plus. Ríase la gente ―pensaba.
El mulato de ojos achinados, se llamaba Jonathan Jairo; estuvo meciendo mis carnes un año. Un día, descubrí que desatascaba todas las cañerías que se le ponían a tiro. Hasta tenía un anuncio en una red de “gigolós” en la que especificaba que le agradaban las MILF. Claro que le gustaban: nos sacaba más guita que la recogida de los cepillos de la catedral.
Me quedé compuesta y sin novio. De nuevo: una sobrera machucha y escaldada. Hasta que escuché en la TV: “buscas pareja o quizás un encuentro apasionado… llámanos, dinos tus preferencias y lo que necesitas. Nosotros te lo encontramos.” Bajo el logo Sin Pareja. Las primeras experiencias fueron nefastas. Los partenaires o eran peluches babosos que deseaban sonsacarme los cuartos. O viejales alopécicos que parecían mis padres. Pero un día, encontré a uno de mi quinta “apañao”.
De eso hace un lustro: la cosa funciona a golpe de estocada. Somos dos almas calenturientas en el vía crucis decrépito. Recuerdo que estuvimos a punto de rajarnos. Me propuso algo pecaminoso: practicar sexo anal. ¡Madre mía! Por casi lo mato. Eso está de moda entre mascachapas, tatuados y piercingneados ―le dije―. El rollito empezó a desinflarse. El payo quería lo que quería… A mí no me daba la gana. Un día me planté: “si me dejas que te inserte un dildo de dimensiones parecidas a tu miembro, acepto”. ―Sugerí para que me dejara en paz.
Por suerte, se lo tomó al pie de la letra. Salimos pitando a un Sex Shop 24 horas. Lo compramos. Se lo introduje hasta la garganta y encima me puse como una moto. Todo con lubricantes ex profeso para el evento. Después, me la clavó por detrás. Y ahora, nos damos mutuamente. Nos hemos hecho adictos al anal sex y el sado, obviamente. Estamos memorizando los códigos de sumisión/dominación. “Negociando” quién será quién.
No se lo tomen en serio, es cuestión de sobreros gravitando.
Anna Genovés
28/12/2013
Propiedad Intelectual
La caja pública V ― 488 ― 12