Me gusta la literatura que se parece a los días laborables.
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Recuerdo que durante mi segunda lectura de La montaña mágica, hará cosa de una década, cada cuatro o cinco páginas no podía evitar preguntarme qué hacía yo allí arriba otra vez.
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Veo el mundo como si viviese dentro de una lágrima.
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Algunas enfermedades crónicas son como embajadas de la muerte en tu cuerpo.
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Hay gente a la que ayudas y no te lo perdona nunca.
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No hace falta morirse para ir al infierno. A veces basta con que te deje la primera novia.
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En las memorias de los escritores las ausencias suelen ser venganzas.
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Fingiendo se entiende la gente.
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El éxito me mira, y yo a él, cada uno en su sitio, respetándonos.
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En la literatura como en la vida, si vas por libre te lo harán pagar.
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¿Los intelectuales? Haciendo cola en la ventanilla donde pone Premios.
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A veces echo de menos a las novias que no tuve.
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El que no tiene nada de lo que arrepentirse no ha vivido.
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De tu bondad suelen beneficiarse en ocasiones no sólo los que no se la merecen sino los que no te la perdonan.
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Es maravilloso cuando te despiertas, abres los ojos y dices: “Cojonudo. No me he muerto”.
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“Si no votas no tienes derecho a quejarte”, me decían los mismos que ahora me recriminan que no me queje.
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Hasta la fecha, tengo una trayectoria limpia de premios.
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Cuántos amigos lo son solo hasta que tienen que demostrarlo.
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Cuesta y se sufre en el proceso, pero cuando al fin olvidas lo haces para siempre. Verás a esa persona otra vez, pero no verás a aquella. Ni su voz ni su risa te sonarán como entonces. La luz que la envolvía te parecerá ahora una luz vulgar, doméstica, de oficina. Y ese solo será el inicio del derrumbe. No lo permitas. Improvisa una disculpa y aléjate. Y llévate contigo –todo lo intacto que puedas– lo que fue vuestro y único.
[Editorial Renacimiento]