En un país joven como Australia, cuya identidad nacional apenas empezó a forjarse en la batalla de Gallipoli, la masacre en 1915 de 9.000 jóvenes aussie bajo fuego otomano, los héroes patrios surgen de los campos de rugby y de las piscinas diseminadas a lo largo de todo su territorio. La natación se vive y se práctica como una religión de la que Ian Thorpe, de elegante y efectiva brazada dentro del agua, donde se ganó el alias de Thorpedo, carismático y seductor fuera de la pileta, codeándose con estrellas de cine, diseñadores, políticos y príncipes europeos, era su principal Dios. Un idilio que empezó muy pronto, cuando este hijo de jardinero y profesora, nacido en Sydney en 1982, se adjudicó a los quince años el título de 400 metros libres en los mundiales de Perth 98. Una irrupción que causó sensación en Australia, cansada de aguardar un nadador irrefutable, pero sólo fue un aviso de lo que estaba por llegar: batió récords, derrotó a la armada norteamericana, ganó mundiales y oros olímpicos con una facilidad que algunos tildaron de “extraterrestre”, de “invencible”, y construyó alrededor suyo una leyenda de gloria que el pasado el pasado 2 de febrero empezó a hundirse.
De madrugada, la policía de Sydney fue alertada de que un hombre deambulaba visiblemente aturdido, dando trompicones por las calles de un barrio residencial habitualmente tranquilo. Poco podían imaginar los agentes que atendieron la llamada que aquel desconocido, que hallaron en el interior de un coche ajeno, era el mismo que tantas veces les había hecho sentir orgullosos de ser australianos. Superadas la sorpresa inicial y cierta vergüenza ajena, casi reverencial, frente al campeón abatido por un traicionero cocktail de antidepresivos y analgésicos, los agentes se llevaron a Thorpe la comisaría, como un vulgar alborotador, horas después sería ingresado en un centro psiquiátrico. Tampoco tardaría en convertirse en pasto de los tabloides, de los foros en Internet, donde todo se despelleja a la sombra del anonimato. En la compra-venta mediática el cadáver de un famoso aún es pieza valorada y en el caso de Thopre las palabras drogas, depresión, alcohol, suicidio, homosexualidad, fracaso empezaron a pesar más que sus cinco medallas de oro olímpicas y sus once entorchados mundiales.
La noticia convulsionó a Australia y al mundo de la natación, que aún conserva cierto espíritu amateur, minoritario y elitista, de cuando el deporte era más ética que fama y dinero, pero tampoco sorprendió a nadie. Los rumores sobre sus problemas con el alcohol se habían multiplicado en los últimos tiempos, sobre todo desde que anunciara en 2011 un sorprendente regreso a las piscinas –dejó el equipo australiano en 2004 tras Atenas- para intentar clasificarse a los Juegos Olímpicos de Londres, donde finalmente tuvo que conformarse con ser comentarista de lujo de la BBC. Muchos tildaron ese paso de capricho. Thorpe sostuvo que necesitaba volver a disfrutar de todos los pequeños detalles de la competición: jornadas frenéticas, los rituales del compañerismo, la adrenalina de nadar sin concesiones; quizá también buscaba enfrentarse de nuevo a Michael Phelps, el nadador que poco a poco le había ido convirtiendo con sus sonadas victorias en anécdota del pasado.
El fracaso en su intento de llegar a Londres no alejó, empero, a Thorpe de las piscinas, continuó entrenando a diario, como si en el agua, con las series interminables y monótonas, 60 horas de duro trabajo, su forma de vida desde que era un niño e ingresara en el exigente y controvertido Instituto Australiano de Deporte (IAD), del que empiezan a decir que es una fábrica de campeones, también de vidas destrozadas, pudiera salvarle de los demonios interiores.
Hacía tiempo que este deportista superdotado, que empezó a nadar con nueve años -sin sumergir la cabeza por culpa de una repentina alergia al cloro-, había escondido su sonrisa de eterno niño tímido, ávidamente buscada por las cámaras de televisión tras cada una de sus gestas, y había lanzado ráfagas de advertencia de que ni su depurada técnica de braceo, inusual en un hombre de 1,94 metros y 100 kilos, ni su potencia podrían está vez evitar que se hundiera en aguas peligrosas. Pocos le hicieron caso, él empezó a mostrarse arisco, irritable con unos medios de comunicación que fantaseaban sobre sus posibles relaciones, le atribuyeron un romance con la tenista Martina Hingins, otro con el nadador brasileño Daniel Mendez, y especulando sobre su condición sexual. Los secretos de alcoba ayudan a vender periódicos y sumar entradas en las webs. “Estoy harto de que me pregunten si soy gay. No, no lo soy, lo que más me gusta en el mundo es salir con chicas”, afirmaba airado.
Era el preámbulo de una desgarradora autobiografía, “This is me”, que publicó en octubre de 2012 y en la que reconoció por primera vez sus depresiones y adición al alcohol entre el 2002 y el 2004, cuando se preparaba para defender su reinado en los juegos de Atenas. “Era la única manera de poder dormir, no pasaba cada noche, pero si en muchas ocasiones (…) Abusaba de esta forma, siempre solo y en medio de la desgracia (…) Mi éxito en la piscina agravaba la dudas”. Un laberinto de fama, dinero, incomunicación, éxitos en la piscina y soledad, en el que Thorpe buscaba planificaba la forma, el lugar y el momento para suicidarse.
El año pasado, alejado de cualquier competición profesional, una lesión en el hombro frenó en seco sus entrenamientos para clasificarse a los mundiales de Glasgow 2014, una cita señalada con rojo en el calendario de Thorpe para el regreso a la primera línea deportiva. Decidió entonces refugiarse en Suiza, en la soledad de una casa frente al lago Maggiore, donde sus vecinos acaudalados le bautizaron como “el hombre invisible” por un discreto modo de vida, casi de ermitaño de lujo.
Hasta que el pasado mes de diciembre decidió regresar a Sydney y pasar las navidades junto a sus padres. Fue en Sydney, en las mismas calles que le vieron crecer y en el barrio residencial en el que con sus primeros miles de dólares ganados en la piscina compró una casa para sus padres, donde Thorpe “el invencible” tocó fondo. En el que parece el último capítulo de la historia de los campeones abatidos, ídolos con los pies de barro que la maquinaria del deporte profesional, ávida de nuevos rostros y de que no pare el showbussines, encumbró a la cima para luego triturar sin piedad: Marco Pantini, Maradona, Jennifer Capriati, Poli Díaz, Adriano, Mike Tynson, John Daily…
La familia y el entorno del nadador guardan por ahora un inquietante silencio sobre su estado, mientras que en las piscinas australianas, donde muchos niños llevan el nombre del nadador escrito en sus gorros amarillos, aún confían en que más pronto que tarde vuelva a brillar en la cara del “Thorpedo” aquella sonrisa de chico tímido y deslumbrado por el oro olímpico.
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