Sez Ner es la primera parte de la “Trilogía grisona” del joven autor suizo Arno Camenisch, a la que seguirán Detrás de la estación y Última ronda, de próxima publicación en Xordica (las tres saldrán en 2014). El autor ha obtenido un gran éxito con estos libros, cuya prosa, cuya brevedad, cuya manera de contar como si fuera la cámara de un cineasta documental que se niega a implicarse, me ha recordado un poco a la novela El encierro de las bestias (del antaño célebre Magnus Mills, quien hoy parece olvidado).
En Sez Ner no pasa nada y al mismo tiempo pasan muchas cosas. Quiero decir: no hay un argumento, apenas hay un puñado de nombres. Sez Ner muestra la vida cotidiana en el cantón suizo de los Grisones: el quesero, el ayudante del quesero, el porquero y el vaquero son las figuras principales, aunque también están los campesinos, los pastores, los turistas… Mediante breves párrafos, el narrador describe lo que hacen, describe su modo de vida casi siempre a la intemperie, con las manos destrozadas, el frío en el cuerpo y unas tareas rudas que se han apropiado de ellos (tanto que llaman al ganado con nombres de mujeres): ordeñar las vacas, preparar el queso curado, ir de aquí para allá, cuidar a los cerdos… Un estilo de vida sencillo, pero duro.
Os puedo asegurar que, pese a esa falta de argumento, he devorado las 115 páginas de dos sentadas. Hay algo en la prosa de Camenisch, y sobre todo en el ritmo (no en vano, el autor domina el spoken word), que resulta adictivo. Ya tengo ganas de leer los otros dos libros. De momento, os dejo con unos cuantos pasajes:
El ayudante tiene ocho dedos, cinco en la mano izquierda y tres en la derecha. Esta última suele ocultarla en el bolsillo del pantalón o colocarla encima del muslo por debajo de la mesa. Cuando se tumba en la hierba fuera de la cabaña, junto al cercado de los cerdos, y, tras despojarse de las botas y de los calcetines, duerme, el porquero le cuenta los dedos de los pies. El ayudante duerme por la tarde, porque sale de noche. Cuando todos se acuestan, desaparece, para regresar en algún momento de la noche. Se lleva a los perros para que ladren en la oscuridad.
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El pan está duro, con él se podría matar a una gallina. El ayudante moja el pan con mantequilla alpina en su café. En el armario hay todavía dos de esos panes duros con los bordes mohosos, y aún faltan tres días hasta el jueves. El ayudante se alegra cuando puede dar el pan duro a la cabra. El animal, también.
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En la gélida mañana, el agua fría agrieta las manos de los montañeses. Manos como papel de lija. Por la tarde la pomada alivia, pero por la mañana el frío vuelve a agrietar las manos. La piel se desgarra primero en los nudillos, luego en las articulaciones de los dedos, en las palmas de las manos. Los montañeses se embadurnan con pomada para ubres, que tampoco es un remedio. El único remedio que constituye una ayuda relativa es la barra Tuc de treinta gramos, con tapa de rosca manchada de estiércol. El único remedio de verdad es meter las manos en los bolsillos del pantalón.
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La suciedad se adhiere debajo de las uñas. La suciedad tiñe las manos. El porquero intenta limpiarse las manos con el cepillo de las botas. La suciedad se adhiere a los pliegues como si estuviera marcada a fuego. La suciedad solo desaparece cuando se desprende la piel de las manos. La piel de las manos se desprende al final del verano, como si el cuerpo mudase de envoltura igual que una serpiente.
[Xordica Editorial. Traducción de Rosa Pilar Blanco]