Puteado en vida, elevado en los altares en el último adiós y seguramente recordado con el paso de los años por dar nombre a un aeropuerto que es la puerta de entrada de la coca en Europa. Vida y muerte en esta España reñida con los matices, donde todo es desmesura y pasión, donde te apuñalan antes tus hermanos (de partido) que tus enemigos y donde gusta enterrar a los celebres con odas y fanfarrias. La despedida de Suárez, artífice junto al rey Juan Carlos y a Torcuato Fernández-Miranda de ese paréntesis en el cainismo atávico español que fue la transición, no ha sido una excepción. Un Suárez del que todo hijo de vecino se proclama ahora deudor, un apoyo popular que le hubiera venido mejor en 1982, cuando apenas alcanzó en las generales dos diputados y gracias, pero entonces, claro, no estaba muerto y empezaba a ser incómodo.
La reivindicación de la figura Suárez y sus escasos pero decisivos años de Gobierno, las largas colas fúnebres en el Congreso, el luto general, la marcha feliniana detrás del féretro, tienen mucho de construcción de un mito, ahora que el país va necesitado de referentes que hagan algo más que chutar a un balón; pero también huele a perdón colectivo, a la expresión de un sentimiento de culpa por el menosprecio orquestado que recibió en vida, primero para que abandonara el sillón de la Moncloa, ¡vienen los socialistas!, después para que nunca pudiera volver a aposentarse en él con el (re)invento de la CDS, granero de avispados dirigentes populares y convergentes.
Hay algo de impostura, tal vez necesaria, en las crónicas que emborronan estos días las primeras páginas de los diarios, un relato del suarismo de nuevo cuño que choca con la imagen que yo guardo del presidente muerto. Mi generación es la de los hijos de Felipe, cuya educación política y sentimental se formó con imágenes de ese andaluz locuaz y su americana de pana, al ritmo de la banda sonora de la Bola de Cristal.
Con la mirada del niño despistado que devoraba los Tintín sin saber leer y jugaba a futbol de botones. Suárez siempre me pareció un hombre triste, un príncipe arrinconado, rígido, un político que se marchitaba a lado de los Felipe González, Alfonso Guerra, Manuel Fraga o Santiago Carrillo, el viejo zorro comunista que logró driblar hasta su muerte la ignominia de paracuellos.
El paso de los años y las lecturas de las dos biografías de Suarez escritas por Gregorio Morán, quien más y mejor ha retratado a ese abogado de Ávila, guapo y con olfato de poder, que llegó a Madrid con una muleta, matizaron mi idea de Suárez, a lo que contribuyó también su valentía física y moral el 23-F, permaneciendo de pie, desafiante, ante el loco del tricornio, mientras muchos de los que le apuñalarían años después buscaban ácaros en la moqueta del Congreso.
Morán retrata a un Suárez que, falto de lecturas y sobrado de arrojo y olfato para el poder, tenía la capacidad de ser y mostrarse como todo aquello que esperaban de él. Ruiz Quintano ha escrito que el suarismo fue la libertad de volver a casa a las diez de la mañana tras “muchos años de en casa a las diez (de la noche)”. Quizá sea esa su grandeza, un Suárez de mil caras, que el 13 de junio de 1977, en su discurso para pedir el voto por UCD, se definía como un candidato que “procede del medio rural”, una personal “normal que ha procurado gobernar desde la normalidad”.
Archivado en: política Tagged: FELIPE GONZALEZ, MORAN, política, SUÁREZ, TRANSICIÓN