Hace muchos años vivía con una chica a la que no le gustaba como doblaba la ropa. A mí tampoco me gustaba que llenara la cama con cojines absurdos, pero jamás se lo dije.
No tenía reparo en corregirme todo, hasta incluso llegó a enseñarme cómo doblar mis camisetas. Eligió una de mis favoritas e hizo la demostración sobre la mesa del salón, como si yo fuera un aprendiz de dependiente de ZARA.
Jamás he sido amante del orden, pero por amor quise intentarlo.
Todo iba más o menos bien hasta que una noche me despertó muy cabreada. Por lo visto le dolía la cabeza. Tenía un paquete de Ibuprofeno 600 en una mano mientras en la otra hacía bailar su correspondiente prospecto. Todo arrugado.
Hay dos tipos de personas: las que saben doblar el prospecto de un medicamento y devolverlo a su posición original y las que no. Yo pertenezco, definitivamente, al segundo grupo, y mi chica nunca lo entendió.
Al día siguiente cogí mis cosas y me largué. Durante un tiempo me dio por pensar en la fragilidad del amor. Luego se me pasó.