Probablemente muchos se preguntarán quién es Óscar Zeta Acosta, y probablemente la mayoría conocerá (sin saberlo o sin acordarse) algunas de sus andanzas, las que protagonizó junto a Hunter S. Thompson, que éste reflejó en su mítica Miedo y asco en Las Vegas, y que Terry Gilliam convirtió en una película notable y divertidísima. El abogado samoano, bastante chiflado, que acompaña al protagonista, y que en la peli tenía los rasgos de Benicio del Toro, es el mismísimo Zeta Acosta. Un elemento de cuidado: rebelde, transgresor, frecuente consumidor de drogas, violento, paranoico… Escribió un par de obras, ésta que hoy comentamos y una autobiografía que también publicará Acuarela Libros.
No sé cuánto hay de verdad en esta novela, pero da igual. Como da igual el argumento, cuyo eje central son las consecuencias de los actos de protesta llevados a cabo por los miembros del “Poder Pardo” y los movimientos de los chicanos a los que el propio autor denomina El Pueblo Cucaracha. Lo que importa es la locura que se desata por donde Acosta pisa, su manera de desestabilizar al sistema (jugándosela en los tribunales, preparando actos anarquistas, logrando pasar la mitad de las noches del juicio en el calabozo por desacato al juez y porque era un tipo incapaz de doblegarse, de doblar el espinazo, incapaz de no decir la última palabra). En este sentido, para mí lo mejor de la novela son todos esos pasajes en los que se desarrollan los juicios, donde Acosta se muestra más rebelde que nunca, burlándose de jueces, fiscales y de quien se le ponga por delante. Os aseguro que esas páginas me hicieron reír mucho.
Por si fuera poco, el libro cuenta con colaboradores de lujo: Hunter S. Thompson firma la introducción, y no hace falta señalar que todo lo que escribe Thompson es, para mí, sagrado, porque es de los que escribían con metralleta. Javier Lucini, con quien me he cruzado un par de veces, es el traductor, alguien ya experto en temas como la contracultura, las vanguardias y las leyendas del western. Marco Federico Manuel Acosta, hijo de Óscar Zeta Acosta (quien, simplemente, desapareció de la faz de la tierra: no se sabe si murió o no, ni dónde están sus huesos), escribe el epílogo. Y, finalmente, mi colega Álex Portero, poeta y librero y un gran escritor, demuestra lo que vale en el potente epílogo a esta edición. Un lujo.
De la introducción de Hunter S. Thompson:
Óscar no se metía en peleas callejeras serias, pero era como el infierno sobre ruedas cuando estallaba una pelea en un bar. Cualquier combinación de un mexicano de ciento catorce kilos con LSD-25 constituye una amenaza potencialmente mortífera para todo lo que se ponga a su alcance; pero cuando el susodicho mexicano es además un abogado chicano profundamente cabreado que no manifiesta el menor temor ante nada que camine con menos de tres piernas, y con la convicción suicida de facto de que va a morir a los treinta y tres años (como Jesucristo), sabes que te encuentras con un grave problema entre manos.
Del epílogo de Marco Federico Manuel Acosta:
Cada siglo nacen unos pocos individuos destinados a liderar a los débiles, a mantener creencias impopulares y, lo que es mucho más importante, que están dispuestos a morir por su causa. Toda la vida de mi padre estuvo dedicada a la lucha por “el pueblo”, como solía decir.
Del epílogo de Álex Portero:
Han conocido a nuestro hombre: tenemos a un sátiro chicano de más de cien kilos por cuyo sistema circulatorio corren desbocados dos caballos: mescalina y ácido, tendente a la conspiración, paranoico, errático y listo como un zorro, que desconoce el significado de la palabra equilibrio y que entiende por coherencia presentarse a sheriff del condado de Los Ángeles con la firme intención de abolir la policía –a la que define, muy acertadamente, como “el brazo armado de los ricos”.
Del texto de Óscar Zeta Acosta:
Ningún otro abogado ha interrogado jamás a cien jueces. No existe precedente, nadie para mostrarme cómo se ha de hacer ese trabajo. Así es que, como viene siendo habitual en mí, decidí ir directo al cuello de aquellos viejos verdes que se sientan por encima de nosotros para juzgarnos. Si no nos devolvían nuestras tierras, al menos derramaríamos una gota de su sangre por las molestias.
[Acuarela Libros. Traducción de Javier Lucini]