John Banville afirmó hace poco que el género negro nunca podría alcanzar la categoría de arte, lo que confirma que los buenos escritores no están libres de sacar los pies del tiesto. Su burrada resulta fácilmente rebatible, bastaría con que leyese la novela de Dennis Lehane, Mystic River, para quedar impugnada. También sería suficiente un solo capítulo de la serie True Detective, como esos venenos en cuya dosificación es asaz una gota para provocar el colapso. La serie posee una profundidad ideológica y espiritual que a ratos congela el gesto y a ratos te hace volver sobre los diálogos de los dos protagonistas, Mathew McConaughey y Woody Harrelson, para asegurarnos de que realmente es un capítulo de televisión y no un tratado deontológico sobre la vida y la muerte y el mal y el amor y la duda y todo eso que nos conforma como seres humanos. La Louisiana “lovecraftiana” en cuyos paisajes desolados transcurren los avatares de nuestros héroes -por llamarlos algo-, el calor omnímodo, los acentos masticados del sur, el hastío existencial, la búsqueda de un mal ancestral, expresiones de resonancias pavorosas y cósmicas, Carcosa, El rey de amarillo… Paso a paso, la serie va alejándose de las tramas convencionales para perderse en laberintos dialécticos, con subtextos que se replican hasta el infinito. Oigan a Rust Cohle en sus monólogos apocalípticos, con la mirada perdida, en referencia a los predicadores y sus acólitos: “esos pobres desgraciados transfieren todo el odio y la autocompasión que sienten hacia sí mismos a un recipiente de autoridad, se llama catarsis, ese tipo absorbe sus terrores con su discurso, tanto más eficaz cuanta más certeza destile o pueda proyectar”. O este soliloquio, “somos muerte, tiempo y futilidad… toda esta función no fue más que un engaño de nuestra vanidad y de nuestra estúpida voluntad y ceguera, te das cuenta de que toda tu vida es un sueño, el sueño de haber sido una persona, con todo el dolor, el amor, el odio…”. El final de la primera temporada no se acaba deshilachando como la mente lisérgica de Rust, y como en toda obra maestra, algunos de sus momentos ya son parte de nuestras pesadillas, en las que seremos devorados por los yermos sureños entre fragmentos de Cioran y Ligotti, condimentados con un poco de folk y blues. Aunque en toda oscuridad, siempre hay un poco luz.