Soné que estaba vivo (3)

“¡Cásate conmigo, Aris!”, por Sergio Heredia

Tras arrojarlo contra el canal de Prida, el pequeño Aniceto fue siguiendo el curso del guijarro. Vio cómo la piedra resbalaba sobre el agua, saltaba como una rana entre los nenúfares y volvía a resbalar y volvía a saltar, hasta que llegó a la otra orilla, deteniéndose y dejando boquiabierto al pequeño. Aniceto nunca hubiera creído que las piedras saltasen: siempre habían chapoteado ligeramente y se habían hundido sin más. Pero nunca alcanzaban la otra orilla.

Quizá por eso, pensaría que el guijarro había cobrado vida, que no quería ahogarse y que para ello había decidido convertirse en una rana y saltar y saltar hasta recobrar la otra orilla, su salvación.

Volviendo la vista hacia las montañas de la Luna, Aniceto fue a recordar el vuelo del negro que había venido del cielo. Había atravesado aquel negro las montañas, le contó el tío Maroto a Aniceto una tarde de primavera, en una avioneta de dos plazas que decía que era suya, y había ido a aterrizar en Prida porque le habían dicho que era un lugar tranquilo y algo salvaje.

Aniceto apenas sí acertaba a recuperar la figura del negro. Sólo esforzándose, llegó a recordar que aquel negro era grande como uno de los diez molinos del Camposanto y que si se ponía al sol brillaba igual que una columna de mármol. Que cuando sonreía, y lo hacía a menudo, se le iluminaba el rostro. Y que al estallar en carcajadas se bamboleaba el prado entero. Qué pena: el pequeño Aniceto sólo le recordaba a retazos.

Era muy chiquito cuando el negro había aterrizado, y por eso sus recuerdos se difuminaban en imágenes al principio borrosas, y que sólo se aclaraban, como la garganta cuando una gorgotea del canal, si se esforzaba y se esforzaba en recrearlas. Así que el pequeño se inclinó y tomó un sorbo de agua. Estaba fresca y suave, de modo que se la tragó y tomó otra poca. Entonces se puso a gorgotear y a aclararse la mente, pues deseaba seguir recordando al negro.

Gorgoteando, vio al negro dándole brillo a la avioneta, agitando unos músculos de acero que se contraían y se relajaban conforme trabajaban, unos músculos como él nunca había visto antes, unos músculos que quiso tocar y que había descubierto duros como la marga. Aniceto se pasaba las horas muertas tras el negro. A veces, si le perdía de vista, le bastaba con aspirar fuerte para rastrear su olor vigoroso, un olor que se extendía en todo Prida y que combatía y derrotaba a la brisa nauseabunda que venía de los establos.

Siguiendo el rastro que dejaba el negro, Aniceto podía averiguar dónde se había metido. Porque el negro deambulaba todo el tiempo de aquí para allá: nunca se buscó un acomodo fijo. Es evidente que el negro no tenía prisa. Cuando no dormía en su avioneta, frecuentaba a Requena, que era una solterona grandota, y entonces el Camposanto se pasaba la noche en vela y asustado por los bramidos que brotaban de aquel caserío y que duraban hasta el amanecer, cuando al fin regresaba el silencio y el negro salía de nuevo a frotar su avioneta, como en penitencia por haberla hecho dormir sola, y Aniceto, al descubrir el silencio, salía a buscarle y a extasiarse en sus músculos duros y en su piel brillante.

Al pequeño le encantaba pasarse el tiempo con el negro. Le reconfortaba su presencia gigantesca y apacible como la de una de esas ballenas que había visto en libros. Poco importaba si el negro se estaba casi todo el rato callado, frotando la avioneta sin parar, deteniéndose a deshoras, contemplándole fijamente y soltándole, con su vozarrón: “comida”. Entonces, Aniceto le tendía la mano, y ambos se iban juntos a casa del tío Maroto, cuyos guisos el negro adoraba y se comía en un santiamén rebañando el plato en pan hasta dejarlo limpito. Cuando terminaba de comer, el tío Maroto le recogía el plato orgulloso y sonriente y luego, limpiándose las manos en el paño que le colgaba de la cintura, siempre le decía: “bueno, bueno, y esta noche mejor todavía, ya verás”, y el negro sonreía y el caserío del tío Maroto se llenaba de luz como si hubiese entrado un ángel. La llegada del negro había conmocionado todo el Camposanto. Vendrían de El Cierzo a verle, y también de El Margal y de Los Togos. Dijeron que había corrido la voz hasta el Balío, y que algunos de ellos se habían atrevido a cruzar la frontera y se habían confundido entre el follaje para extasiarse en los músculos relucientes del negro. En la región, muy pocos, por no decir nadie, habían visto nunca a un negro. Un negro, hasta entonces, había sido cosa de fotos de revistas, o de una vez que se habían juntado unos pocos, llegándose hasta Pedroso, donde había un cine.

Empeñado en agasajarle, el gobernador de El Margal había ordenado una recepción en honor del negro. Nadie olvidará aquel día: hacía un calor del demonio, y los dos oficiales que le habían escoltado contaron que el negro a todo decía que sí. Contaron también que se había metido en la casucha de Gobernación con el pecho al descubierto y sudando. Que el olor que impregnó la casucha era tan fuerte y amargo que casi todos los asistentes habían tenido que salir corriendo. Que al terminar el acto el gobernador había ordenado que se descorriesen los visillos y se abrieran las ventanas durante dos meses para ventilar el edificio. Y que, como respetando sus propias órdenes, el pobre gobernador se había pasado esos dos meses atendiendo a las visitas a pleno sol: ya nadie se atrevía a entrar en la casucha.

El fenómeno del negro devino un mito, recordó Aniceto sentado junto al canal de Prida mientras contemplaba las montañas de la Luna, porque antes que él nadie había sobrevolado las montañas. Hubo quien llegó a preguntarle si, en su vuelo, había visto a Aranda, el pastor. Pero el negro, como no entendía, se ponía a asentir y a sonreír. Ay: más pasto para los mitos. “¿Había visto a Aranda? –se preguntaban los del Camposanto–. Pues no parece atemorizado ni de piedra”. Ya lo dijimos: por ahí creían que todo aquel que veía al pastor se convertía en una roca, como con Medusa.

Quizá por eso, la presencia del negro en Prida nunca sería aceptada del todo. Eructaba el negro, gimoteaba y reía a mandíbula batiente, y nunca se sabía por dónde andaba. Aparecía a veces en medio del prado del Camposanto, acuclillado y de cara a las montañas de la Luna, se diría como en penitencia, pasándose así tardes enteras, e incluso noches. Y otras veces se negaba a comer y a beber mientras el sol brillaba en el firmamento, recordaba Aniceto. Y luego estaba aquella rareza: la de pasarse el tiempo frotando la avioneta, abriéndole el motor y hurgando entre los cables, que se le escurrían entre las manos como anguilas. Se supone que buscaba algo en el vientre del aparato, aunque nunca se sabría el qué.

Quien se lo pregunte ya tiene respuestas: por eso, en Prida, todos le contemplaban sobrecogidos. Y así coexistieron, compartiendo la ignorancia mutua, hasta un día muy claro, el día en que el negro había amanecido con el semblante serio. Venía de bramar en la casa de Requena y traía de la mano a la solterona, que a su lado cruzaba la villa satisfecha. Recordaba Aniceto que aquella mañana, cuando como todas las mañanas había salido corriendo a escoltar al negro, había sido el único testigo de aquella escena, quiero decir de la que protagonizaron el negro y la solterona. Rememoró Aniceto que con aquel rostro tan serio el negro había besado a Requena y que luego se había subido a la avioneta. Que a él le había dedicado un guiño cómplice y le había lanzado desde allí arriba el paño rojo con el que solía frotar el aparato. Que en seguida la hélice se había puesto a rodar, el motor a rugir y el polvo y la humareda a envolverle como la niebla más espesa. Que al disiparse la humareda, había descubierto a la avioneta corriendo pradera arriba y a Requena llorando colgada de su hombro y al gentío abandonando deprisa sus casas por ver qué estaba sucediendo.

Recordaba los esfuerzos de la avioneta, apurada por elevarse, rebotando como el guijarro sobre el agua del canal, hasta que al final había rugido y había comenzado a subir y a subir y a sumergirse en el infinito azul que se extendía allá, mucho más allá de las montañas de la Luna, mientras las voces, a sus espaldas, exclamaban: “Que no mire abajo, no vaya a convertirse en una roca”. Y luego el negro había desaparecido, aunque no del todo pues su presencia iba a pervivir por un tiempo en el feliz vientre de Requena, la primera madre solterona del Camposanto. La madre del primer y único negro que jamás iba a nacer en aquellas tierras olvidadas. Sentado junto al canal de Prida, Aniceto pudo distinguir al hijo del negro, que venía corriendo hacia él.

-¿Qué haces? –le preguntó el pequeño, acomodándose a su lado.

-Pienso en fantasmas –contestó Aniceto.

- ¿Y dónde viven?

-Allí arriba –dijo, señalando a las montañas de la Luna–. Allí vive Aranda, aunque no podemos verle porque nos convertiríamos en piedra. Pero volvamos ya a la villa, que está anocheciendo y es muy tarde para andar por ahí.

SERGIO HEREDIA


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