Nada es verdad, todo está permitido. El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs, de Servando Rocha


Reinaba el silencio y Joan yacía con un disparo en la cabeza.
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Tuvo que pasar casi una eternidad (la fecha es 1985 y el motivo, la introducción que hizo a propósito de la publicación de su obra Queer, escrita nada más y nada menos que treinta y cinco años antes de aquello y un año después del trágico accidente) para que nuestro hombre decidiera hablar claramente del momento en que todo cambió de manera irremediable y le hizo ser lo que siempre fue: un exterminador de la palabra, el asesino de esa entidad parasitaria. “Mi pasado fue un río envenenado del que uno tuvo la fortuna de escaparse y por el que uno se siente inmediatamente amenazado, años después de los hechos relatados”, aseguró en aquel iluminador texto. Durante toda su vida se dedicó a desenmascarar ese fantasma. Para alcanzar ese objetivo, la escritura le ofrecía respuestas. Por medio de sus libros conseguía volcar todo aquello. La literatura hacía de vacuna, protegiéndolo de esos recuerdos y del peligro de que volvieran a repetirse. En cada párrafo, confesaba públicamente los mecanismos oscuros de la posesión y la forma de recuperar el control.
La literatura le enseñaba a revelar el código.
A través de ella aprendía a desaprender.

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En su interior viaja un nervioso Kurt Cobain junto a su mánager, Alex McLeod, quien más tarde confesó que “conocer a William fue un gran regalo para él. Era algo que jamás pensó que podría suceder”. Hay una sensación de irrealidad en este encuentro. La cinta de la película está rodando. Y aquí debemos hacer una importante precisión. Aquella cámara que “sobrevuela una zona de matorrales, escombros y edificios a medio construir” termina de girar y girar, y de filmar el aspecto de todo. Burroughs da una orden: “Y aquí la cámara se detiene…, estamos en el plató”, dice en Los chicos salvajes. Cuando Cobain desciende del coche y se dispone lentamente a estrechar la mano de su héroe, a juzgar por las cuatro fotografías que se conservan de aquel momento histórico, todo parece pertenecer a una película sin título. Es algo tan deliciosamente bello y evocador que casi parece imposible que esté sucediendo o que acaso haya existido alguna vez, como si una voz en off hubiera comenzado a tararear, en el mismo instante en que Cobain lo mira a los ojos directamente y extiende su mano (su “mano eléctrica”), las estrofas de “Transformer Man”, la maravillosa canción de Neil Young.

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En 1992, durante una entrevista con Katherine Turman para la revista RIP, Cobain hizo la siguiente confesión: “Me gusta cualquier cosa que empiece por b. El que más me gusta es Burroughs”. También citó a Beckett o Bukowski, aunque este último había sido víctima de un ritual de pura adolescencia e independencia, cuando decidió quemar sus obras: “Apagué las luces y observé las llamas”, escribió.

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Este libro ha perseguido revelar algunas de estas cosas, construir el relato del día en que Kurt Cobain conoció a William Burroughs y hablar del siglo XX, de sus incendios y de quienes cantaron sus destrucciones. Sobre esos momentos que, sin apenas saberlo, están haciendo historia, fabricando historia, dirigiendo la historia, hemos tratado de reflexionar.


[Alpha Decay]

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