Aela Labbé |
pasé tantas tormentas durante la noche, que
intuir el día,
-desde atrás-
hace máscara intrínseca a mi costado.
no es que vayamos a rompernos
es
que la existencia se asemeja a la cristalería antigua de las abuelas
tampoco es tan difícil entenderme
sólo que
a veces
tengo el pelo demasiado anudado al viento de la infancia y las tragedias.
ayer vi a una niña corriendo sobre el pasto.
se caía y las hormigas soñaban con transformarla en su almuerzo.
ella se caía y corría
se caía y seguía corriendo.
la madre miraba hacia el río.
la niña dependía de nadie.
cuando volví a casa me senté al piano.
los acordes vibraban aire
desde el centro de la nuca hasta el final de las vértebras.
esa niña hubiese permanecido en el suelo de no ser por sus propias manos, pensé
habría desaparecido entre el barro
y los diminutos dientes envenenados
en el insomnio
la ferocidad del veneno está marcado por la profundidad en el mordisco de los recuerdos y
las tormentas nocturnas
no son más que el sonido acompasado de la sangre
o
de la canilla mal cerrada o
los pacitos invisibles de los duendes,
qué importa,
repito:
la nena se levantó con sus propias manos.
nadie miraba a la nena.
la nena salió del barro
se inoculó el veneno del abandono
siguió corriendo, buscando, cayendo, y
por la noche
durmió.
por la noche
durmió.