I
Si vienes para quedarte, dice ella, no hables.
Basta la lluvia y el viento sobre las tejas,
basta el silencio que los muebles acumulan
como polvo hace siglos sin ti.
No hables todavía. Escucha lo que fue,
cuchilla de mi carne: cada paso una risa a lo lejos,
el ladrido del perro, la portezuela que golpea
y este tren que no acaba de pasar
sobre mis huesos. Quédate sin palabras: no hay nada
que decir. Deja que la lluvia vuelva a ser la lluvia
y el viento esta marea bajo las tejas, deja
que el perro grite su nombre en la noche, la portezuela
golpee, y el desconocido se vaya a ese lugar nulo
donde yo moriré. Quédate si para quedarte vienes.
II
Lo sé, gritó ella, lo sé: los teléfonos
no existen, por doquier es el fin del mundo,
la gente se aplasta sobre las aceras,
se muere de pie, de espaldas, de cara,
sin avisar. Ya tan sólo los gatos
saben declinar la palabra amor
al borde del precipicio y peor para quienes
duermen en paz, peor
para la llanura inconsolable: siempre trigo
siempre azul y ni la menor pizca
de montaña al horizonte, ni el menor
eco de ti en este desierto inmenso,
ni la más leve sacudida al extremo del hilo
como una voz para dormir la noche.
III
Desengáñate, insiste ella, no sólo están
mis labios, mis senos, no sólo mi vientre
esperándote, para sobreseer un día, una hora incluso,
el juicio del vacío que me aplasta
como un insecto sobre el cristal, no. Existe lejos
del mar en esta playa en la que tus olas,
una tras otra, vienen a parir viento,
existe, dice ella, existe
lo que no tiene rostro, mi voz: un campo de nieve
detrás del seto – el invierno lleva allí tanto tiempo
que tus soles tus gloriosos soles
de fin de semana, si lo rozan casualmente,
se derriten al instante – y sigo esperándote,
sola y helada, bajo tus caricias.
Guy Guffette (Bélgica, 1947)
(De “La Vida Prometida”)