El calvario del Padre Marino
Oyó el padre Marino por quinta vez en cinco noches el redoble de las campanas de El Cierzo, y se revolvió inquieto en su celda. El sofoco del verano en el Camposanto había querido acompañarle en el sueño, y las imágenes de vírgenes y mártires que durante un lustro habían poblado su mente se distorsionaron y se volvieron diablillos pecaminosos ensuciando su espíritu. Se esforzó el padre Marino en abrir los ojos y se estrelló, al lograrlo, en las austeras cuatro paredes de su celda, y digo cuatro porque dormía a cielo abierto por creerse así más cerca de Dios.
Pretendió aclarar su mente confundida, pero empezó mal. “¿Cómo pueden las campanas redoblar en la medianoche, si sólo yo sé cómo funciona su mecanismo?”, se preguntó. Se incorporó en la litera y alzó la vista hacia los astros, buscando en ellos una respuesta imposible. Imposible, naturalmente, porque de ninguna manera podría el carrito alado de la Osa Mayor contestarle a tamaña pregunta.
Incorporado en la litera con la vista vuelta hacia las estrellas, el padre Marino se preguntó cuánto tiempo más duraría su encierro. Llevaba un lustro castigándose, desde que había descubierto la belleza de Aris, la pocera de La Mina, el viejo caserío en el que doña Montilla veía transcurrir sus últimos días tras haberse enriquecido con el alquiler de sus hijas; llevaba castigándose el padre Marino, decía, desde aquella tarde en que sermoneando desde el púlpito se descubrió deseando a Aris, perdiendo el sueño y el apetito, tambaleándose su fe y retorciéndose de dolor su espíritu. Quiso pensar entonces en el mal que Eva le había causado al Paraíso, y se descubrió misógino, mentira, se descubrió ermitaño y se rindió y se encerró en aquella celda en la que cada noche, desde hacía cinco, oía el redoble de las campanas de El Cierzo.
Pensando el padre Marino en el porqué del repiqueteo de las campanas, vino a irrumpir en su mente, sin saberse muy bien el cómo, el recuerdo de Aris, y se encontró el padre enfebrecido, no ya de sofoco sino de ardores, y pensó que acaso el espíritu de El Cierzo se había apoderado de él, o que el espíritu del Balío había atravesado esa frontera que el campanario de El Cierzo delimitaba con su sombra y había corrido a torturarle. Y reflexionando largo y tendido, pues larga y tendida es la noche y más si uno la pasa en vela, determinó que quizá fuera uno de los habitantes monstruosos del Balío quien le torturaba cada noche, desde hacía cinco, repiqueteando las campanas de El Cierzo.
Contemplando la bóveda limpia del firmamento, abanicándose con una de esas hojas dominicales que el sacristán le deslizaba bajo el quicio de su celda, abofeteándose el rostro por cazar a los mosquitos más estúpidos, vio el padre Marino cómo caía una estrella fugaz y a la caída le acompañó un deseo, y hastiado de pensar y de repensar, y confundido por aquel deseo que había acompañado a la estrella fugaz, decidió que a la mañana siguiente abandonaría su celda, que entonces correría por descubrir quién demonios repiqueteaba las campanas de El Cierzo cada noche desde hacía cinco, y que después se casaría con Aris, la pocera de La Mina, antes de que otro se le adelantase, tonto de él, si es que no se le habían adelantado ya.
SERGIO HEREDIA “Soñé que estaba vivo” (Letras difusión, 2010)
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