Los antropólogos bajaron a la sima y encontraron el yacimiento, escaso pero suficiente.
Allí mismo, con un kit de primeros auxilios, pudieron desenredar la doble hélice. Raspando el jirón de un resto muy exiguo de cartílago consiguieron el pigmento: azul.
Se corroboraba la leyenda de una especie que habría llegado desde otro universo en el que -siempre según la leyenda- no pintaba nada. Leoneses les llamaban los Libros Sagrados de los Fabuladores.
Antes de volver a la superficie, uno de los científicos no pudo resistir la tentación de realizar un holograma robot.
Incluso allí, a una distancia de milenios de tiempo y años luz de espacio, no cabía duda sobre el mal genético y autonómico que había asolado a aquella especie. Sólo hay que ver la mirada de resignación de este hombre de Valdelugueros: como fiera en un zoo, doblegado, con pocas esperanzas aunque quizás con algo de rabia para sus adentros. Lo único propiamente suyo: la rabia que roer a solas, ese hueso. Rabia y resignación era lo que habían heredado, el equipaje con el que llegaron hasta Patacosmia los leoneses y una vez aquí, mezclados, desaparecieron.