Tomamos un vino imprevisto en La Taberna de los Conspiradores de Huertas. Es jueves por la noche. Cuando nos encontramos ya han dado las once en el reloj ovalado, de diseño antiguo, que cuelga sobre la puerta más cercana a la barra. Hace un frío atroz y no nos quitamos nuestras bufandas de lana al sentarnos en una mesa verde y diminuta, pegada a la pared, que nos recuerda a Liliput. Yo pido un crianza extremeño (en la taberna todos los vinos lo son). Nos sacan de tapas aceitunas rellenas de pimiento y un par de tostaditas con sobrasada, pero no las probamos. Acabo de cenar un plato inmenso de pasta con atún y la cita prende con la magia de las cosas que existen fuera de tiempo.
A los pocos minutos de que lleguemos, la taberna se queda vacía, y entonces nuestra charla en penumbra, que guardaré siempre en secreto, sí que adquiere tintes de conspiración. Más allá de las dos entradas del local, al otro lado, en la calle oscura, la ciudad solitaria, especialmente árida en el invierno, especialmente retorcida en sus calles más estrechas, las que habitamos y en las que transcurren nuestras historias, se parece al mar, como si fuéramos los marineros sin esperanza de un barco a la deriva en el que, por alguna extraña razón científica incomprensible, la vida fuera eterna.
Es un momento extraordinario.
Los tonos de la madera y de nuestras prendas de abrigo son rojizos. Pretenden sustituir, tal vez, al fuego que no arde en ninguna parte.
Y suena esta canción.