Así comienza esta fascinante novela:
París, ombligo mugriento y apestoso de Francia. El sol, suspendido por el cielo como un ojo de cíclope, lanzaba sobre la ciudad un calor incorruptible, una sequedad sofocante. La fiebre fundía sobre París como cera espesa, ardiente, transformaba los cuartuchos bajo los tejados en infiernos, penetraba por la estrechez de los callejones, saturaba rezumante cada vena y cada arteria, desecaba fuentes y estancaba el vacío de las plazas en el aire tembloroso de los patios nauseabundos.
En semejante purgatorio, el calor veraniego se pegaba a los rostros como una máscara, envolvía los cuerpos con fuego, acababa con los animales que intentaban sobrevivir en algún rincón a la sombra, sofocaba a las mujeres de pechos pringosos. Las glándulas sudoríparas derramaban a chorro sus humores. Éstos brotaban de axilas velludas para recorrer los flancos hasta alcanzar glúteos y piernas. Fundido como mantequilla sobre las frentes, el sudor picaba en los ojos y repartía su sal por las bocas jadeantes. La mugre iba posándose como un sedimento y marcaba los pliegues de las articulaciones con trazo negro. La gente se daba aire con cualquier cosa, un trapo viejo, una gaceta, la mano. Al hacerlo, se levantaba un olor agrio a humedad procedente de los cuerpos transpirantes. El hedor del uno se combinaba con el hedor del otro, eso si los cuerpos no se frotaban, en cuyo caso se mezclaban los sudores respectivos. Aquella pestilencia henchía los harapos, la ropa que apenas cubría un resto de pudor, para ascender perezosamente hasta reunirse con el aire estancado, y acabar, floreciente, invadiendo la ciudad entera.
Tras ese principio es difícil no dejarse arrastrar por la prosa exuberante del joven escritor francés Jean-Baptiste Del Amo, un autor al que he tardado en leer, y cuyos libros he comprado gracias a las recomendaciones de dos poetas amigos: pronto leeré La sal, su siguiente novela, y se supone que no tardará en aparecer la tercera en el mismo sello editorial.
Una educación libertina ronda las 500 páginas (e incluye una entrevista con el escritor), pero no hay que tener "miedo" a su extensión y a esas parrafadas barrocas que se marca Del Amo. Primero porque su prosa es un lujo, se trata de una escritura cuidada al milímetro, rica en adjetivos y en descripciones. Y segundo porque, mientras nos cuenta el ascenso de un joven recién llegado a París, el autor recrea de manera magistral la ciudad en el siglo XVIII, y su obsesión por el detalle y por el fango, la mierda, el barro, la mugre, el sudor, los flujos o el sexo lo aproximan a escritores como Céline y Sade y libros como El perfume o Encyclopédie. Del Amo se inmiscuye en la cloaca urbana y humana que París fue durante un tiempo y extrae páginas asombrosas. Os dejo con un extracto del parlamento de uno de los personajes secundarios, un noble consciente de que la nobleza está a punto de ver su final, y que se ajusta a los tiempos actuales:
Hemos dejado de ser semidioses, intocables. El pueblo pide cuentas, pronto tendremos que rendírselas. Seremos juzgados, y luego condenados en nombre de la moral. Hasta la corte. El tiempo de los señores toca a su fin. Más tarde o más temprano los ídolos han de caer, y nada gusta más a un pueblo que la debacle de los poderosos.
[Cabaret Voltaire. Traducción de Lydia Vázquez Jiménez]