Morderse las uñas


Mañana hará quince días que no me muerdo las uñas. Fue mi propósito de Año Nuevo.

Estoy leyendo 'Operación dulce', de McEwan, y el sábado pasado vi 'Agosto', pero últimamente pienso mucho en 'El secreto de sus ojos'. En la película de Campanella, basada en la novela de Sacheri, Benjamín Espósito, el personaje interpretado por un Ricardo Darín envejecido (que, por una vez y sin que sirva de precedente, se libera de su permanente cara de vomitar), está escribiendo un libro sobre el caso inconcluso de asesinato que marcó su vida y, ya de paso, relata la nostalgia de un amor que nunca se atrevió a reconocer del todo.

Ayer estuve con Esther en el chino de Orense. Al terminar volvimos paseando hasta la tienda, tenía pendiente proyectar dos veces a lo largo de la tarde 'Sombrero de copa', y nos detuvimos en los impersonales jardines de Azca, donde escasean los árboles y abunda el cemento, a fumar un cigarrillo mentolado buscando el sol. Hablamos mucho, lo pasamos bien. Durante la comida, entre un bocado de cerdo agridulce y otro de tallarines con gambas, Esther comentó: "me dijiste que te mordías las uñas pero yo nunca te veo". Y me sorprendió, porque en las dos semanas de tregua que les he dado, las uñas han crecido como si no hubiera un mañana, con una velocidad de presos a la fuga que temen ser detenidos en cualquier momento y no contemplan la posibilidad de confiar en la libertad que acaban de encontrarse.

Si las uñas tuvieran conciencia, recelarían de mi piedad, pensarían que voy a pegarles un tiro por la espalda.

Pero no tengo intención.

He dado por concluida mi adolescencia.

Benjamín Espósito le pregunta a Irene, su lectora y también la mujer a la que ha amado en silencio durante demasiado tiempo:

"¿Cómo se hace para vivir una vida vacía? ¿Cómo se hace para vivir una vida llena de nada?"

Y yo pienso que me gustaría ser capaz de entregarme a los amores pacientes, esos que no convierten en "nada" todo lo demás.

Pero no puedo.

La misma pulsión destructiva que durante treinta y seis años ha mantenido mis dedos como recién salidos del agua, pilota mis afectos, elige las pasiones y descarta el deseo cotidiano, el que "saldría bien", por convencional.

Le digo a Esther que para volver a escribir, ahora que la novela está acabada, necesito encontrar una nueva tragedia griega; y ella no se sorprende. Al revés, sonríe y confirma: "siempre es así pero no te preocupes. La encontrarás".

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