Soñé que estaba vivo

Barrio Chino nació con vocación de ser un espacio abierto a la prosa que surge de las entrañas y el corazón, una escritura a tumba abierta, sin complejos, alejadas de modas o inanes camarillas posmodernas. Una modesta casa para escritores como Sergio Heredia (@sheredia70), quien a partir de hoy publicará mensualmente los capítulos-relatos de su novela “Soñé que estaba vivo” (Letras Difusión, 2010). Un libro que, como señala Sergi Pamies en su prólogo, trata del amor, de la muerte “y de las emociones que sugiere un lugar que está en la cabeza o en el corazón y en el que todos somos nómadas o gitanos”.  ¡Que empiece, pues, nuestra fiesta zíngara!

 

Un alma en Pena en las montañas de la luna

La Renclusa descansa en algún lugar impreciso en las montañas de la Luna, allí donde se oculta un viejo monasterio jesuita. Te hablo de un lugar inhóspito y lejano, tanto que nunca lo visité, de un escenario poblado por infinidad de bestias. Me contaron que por aquí corretean los lirones a esconderse entre las rocas, que por allá las marmotas se confunden con las peñas cuando saben que el zorro anda cerca, que más allá brincan los sarrios pendiente abajo, que los gatos monteses están al acecho y que los osos marrones se repantigan contra los pinos.

También me contaron que en algún lugar en las montañas de la Luna, la presencia del hombre apenas si es recuerdo, recuerdo turbio que con los años viene disolviéndose, desterrado de aquellos parajes, víctima de la locura de Aranda. En fin: del hombre en las montañas de la Luna sólo se conserva Aranda, si así, como un hombre, se le pudiera calificar. Mal bicho, este pastor. Dicen de él que anda todo el tiempo recorriendo los bosques vírgenes, durmiendo abrazado a las fieras, aullándole a la luna llena y bebiendo reclinado a la orilla de un arroyo. También dicen que, cuando los paisajes se tiñen de blanco, el pastor Aranda regresa a la Renclusa, su caparazón, y que allí se sumerge en un sueño inquieto, interrumpiéndose en imprecaciones y gruñidos bestiales.

 Te desvelaré la fuente, a ver si así me crees. Fue Tulio quien me contó todo esto, de eso hace decenas de años. Vaya hombre, este Tulio: depositario de mitos. Si sabemos de Aranda, podemos agradecérselo o maldecirle. Es Tulio quien nos cuenta la historia del pastor, un alma que deambulaba por los montes, que andaba de aquí allá durante semanas, que aparecía dormido en el rincón más inhóspito.

Y que a veces, en las ocasiones más extrañas, regresaba al caparazón. Entonces había que procurarle el cuarto más apartado para que se desahogase mientras reposaba, se crujiera el vientre y gimiese sin que nadie se apercibiera de su presencia.

 Cuentan los antiguos del Camposanto que en una de esas extrañas ocasiones, una de esas noches de verano en las que el espacio y el tiempo se disuelven en la nada, cuando los grillos guardan silencio y los durmientes se revuelven inquietos porque apenas sí pueden conciliar el sueño, Aranda había venido hasta la Renclusa, arrastrándose en apurados movimientos. Cuenta el propio Tulio que hicieron falta tres inquilinos para cargar el cuerpo entumecido hasta el cuarto que siempre se le había reservado. Y que allí le habían tumbado, tomándole por agotado.

 “Con la intención de reanimarle, fui a prepararle unas infusiones, un remedio que me había enseñado la anciana Remena, la madre de Aranda: así mantenía en pie durante semanas a su difunto marido, que en vida había padecido del mal del sueño. Déjeme que se lo jure. No anduve entre redomas y teteras más de una hora, ni mucho menos. Pero al regresar al cuarto, faltaba el pastor”.

 Buscándole alarmados, los anfitriones recorrieron la Renclusa de arriba abajo. Sin éxito, claro, he aquí la clave de cualquier leyenda. Así que nuestros personajes iban a bailar entre la confusión y el pánico. Qué demonios: cuando le habían dejado, el pastor estaba como muerto.

Pálido, frío y duro como la marga. Y si ahora no estaba, sería porque alguien se la estaba dando con queso. ¡Que Aranda nunca hubiese desaparecido tan aprisa por su propio pie…!

 Cuentan que aquella noche, decenas de mensajeros habían turbado el sueño de todo el Camposanto, convocándole a la búsqueda de Aranda, y que a la llamada habían acudido tantos que por los valles andaban chocándose los unos con los otros, y que los mosquitos habían hecho su agosto, y que los petirrojos se habían ocultado asustados, y que los murciélagos habían ido a posarse en las ramas más altas por temor a que las descubriesen. No ha habido tanto revuelo en las montañas de la Luna como en aquella noche de verano. Allí estaban cientos de hombres, marchando durante horas, trazando figuras con las linternas, resbalando sobre el musgo y bramando el nombre de Aranda.

Ni le hallarían aquella noche ni lo harían en las siete siguientes. Ni huellas, ni señales, ni retales, ni voces, ni excrementos; ni siquiera olores habían podido reconocer los veinte mastines de caza que el general Oliveros había soltado por las colinas. Pronto iban a discurrir las semanas en un monótono decrecer. Así que se cansaron y lo dejaron correr. Les pudo la desilusión, sin duda. Al fin y al cabo, es lo normal: ¡tanto buscar, y ni rastro del pastor!

Todo iba a complicarse luego. Porque por ahí empezó a correr el rumor de que la tierra se había tragado al pastor. Y con esa voz iba a ir cebándose el temor de los del Camposanto, que ahora recelaban de las montañas de la Luna. Fueron difundiéndose aquellas maldiciones, y por eso el general Oliveros ya daba por perdidos a sus mastines. Y los pocos hombres que aún andaban tras Aranda, aburridos e inquietos, habían decidido descender apresurados al prado, volviéndose de tanto en cuando para vigilar a las montañas.

Ya está: desde entonces, le dieron la espalda a Aranda. Y lucharon sin desmayo por olvidarle.

 -Es curioso –le decía Tulio a su nieto, asomados al balcón de su caserío en una noche, ambos vueltos hacia las montañas de la Luna–: si las miras fijamente, puedes descubrir sombras y siluetas deslizándose entre los picos. Hay vida ahí arriba, sin duda, aunque nosotros la desconozcamos. No sé cómo no me había dado cuenta antes, cuando vivía en la Renclusa. Seguro que la habrán tomado. A saber en qué estado se hallará ahora el caparazón, después de tantos años. A saber si Aranda habrá regresado y estará durmiendo en el cuarto solitario que yo solía prepararle.

-Es verdad: las montañas se agitan –asentía el nieto, aunque tan sólo podía ver un enorme muro oscuro y quieto que, en silencio, durante el día cobijaba a la luna.

SERGIO HEREDIA


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