Barcelona


alberto garcía-alix



Barcelona está tan lejos ahora y yo sin embargo, sigo soñando con el escritor acodado a la ventana de un café antiguo de mesas más antiguas aún, de madera. Lleva su pelo largo hasta los hombros atado en una especie de colita, la barba desprolija y un aire entre melancólico y esperanzado a través de unos ojos vidriosos que se pierden en el papel blanco que tiene entre las manos. Escribe “Me gusta el vestido que lleva pero más aún, me gusta la foto de su belleza…”, haciendo referencia a la descripción que hará uno de sus futuros personajes sobre una muchacha hermosa que lo tendrá enamorado.
Una taza humeante y espumosa de un capuchino sobre mi mesa, contrasta con el vaso de cerveza que bebe el escritor sentado enfrente mío que ni siquiera levanta la vista un instante para mirarme. De repente despierto. Triste. Ahogada. Resignada.
Barcelona. Aquel deseo perseguido desde hace tanto tiempo, quizás mucho más que los años que llevo las cicatrices de hoja de afeitar sobre las piernas. Quince años. Las clases de pintura donde hablábamos de Dalí, Picasso, El Bosco, Caravaggio y cómo no; Gaudí. Ernesto que escribía poesía, sacaba fotos y se perdía además todas las tardes de todos los benditos sábados, dentro del Museo Nacional de Bellas Artes, mientras otros muchachos solían reunirse en sus casas a hablar de chicas. Unos meses después, Ernesto me llamaba por teléfono una vez al mes para terminar siempre sus conversaciones con un: “El Barrio Gótico te va a encantar. Veníte. Cuando vengas a Barcelona no te vas a ir más.” No sólo no le hice caso sino que, el pobre Ernesto murió de sida en aquella ciudad tan hermosa y distante sin que pudiera decirle: “Ey, tenías razón Ernest”. Y es que “Ernesto era un poeta gay algo promiscuo por no decir bastante”, comentaban los malditos prejuiciosos culos rotos, cuando los topaba por la calle y fingían cierto interés por la muerte de mi amigo.
El Barrio Gótico entonces y Gaudí, pero también Serrat, el Camp Nou y el aceite de oliva y el jamón y esas inmensas ganas de poner el pie en una ciudad en la cual nunca estuve y sin embargo, conozco tanto como si hubiese vuelto ayer mismo de viaje. Y la maldita ansiedad la re puta madre que lo re mil parió que nunca me abandona y siempre está presente para recordarme que no soy una persona común y corriente, que hay cosas que lamentablemente, no puedo hacer como el resto; ya sea ir a una sala de cine a ver una película porque la claustrofobia me ataca, o meterme dentro de un ascensor blindado, dormir sin la luz prendida, ir a un sitio donde hay mucha gente o amar a alguien sin dejar de sentir miedo.
Simplemente  no me toca. A mí nunca me toca. No me toca el amor de aquel escritor sentado a la ventana del café, no me toca el empleo en la prestigiosa empresa cuyo sueldo suculento podría permitirme sacar mañana o pasado tal vez, los pasajes; no me toca la posibilidad de cruzar la calle cuando permanezco parada inmóvil desde la vereda observando como todos caminan y cruzan, no me toca subir al tren a pesar de estar en la estación hace rato. A mí sí me toca la bala de plata que de a poco se dispara, para perforarme el pecho y alojarse adentro, bien adentro mientras la fuerte lluvia en esta noche cae y los pájaros negros vuelan su duelo.
Barcelona de mientras, sigue estando lejos. Muy lejos.


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