Ya sé que esto que esto que voy a decir va a ser tachado de anatema por más de un alma sensible y generosa y romántica. Y bien que lo siento. Se trata del tema de los Reyes Magos. Empiezo diciendo que estoy en contra. No en contra de la existencia de esos seres imaginarios, ni mucho menos. Como tampoco estoy en contra de la existencia de Ulises o del Quijote. Hablo de la provecta tradición de hacer creer a los niños que esos regalos que aparecen a los pies del árbol de Navidad han sido ofrendados por dichos seres fantásticos. Y ello por varios motivos. Empezaré por el primero. No me gusta tener que mentir a mi hijo, ni siquiera para fomentar eso que los demás llaman ‘ilusión’. Ya he hablado mil veces a propósito de la ilusión, sobre todo en lo referente a la ilusión narrativa. No soy partidario en ningún caso. De la ilusión, digo. Creo en la esperanza razonable que se deposita en que ocurra algo cuando uno ha puesto las condiciones para que el hecho deseado acontezca. No me gustan la lotería ni los aprobados milagrosos ni los deus ex machina. No tengo nada en contra de la ficción. Sería absurdo tenerlo cuando quien habla se considera escritor. Lo que estoy es en contra de inculcar en las mentes infantiles que un elemento de la ficción puede comparecer en la realidad (un juego que bien pueden practicar los adultos, incluso practicar la confusión de ambos planos en el ámbito creativo). Estoy convencido de que se trata de algo así como una bomba simbólica, pues por esa puerta abierta, por esa fractura por donde lo imaginario se cuela en lo real, puede penetrar cualquier cosa: monstruos, dioses o unicornios. Siempre he dicho que no hay ninguna diferencia entre el niño que cree en la existencia del ratoncito Pérez y en el adulto que cree en Dios. Y ahora voy con el segundo motivo, un motivo que es al mismo tiempo político y económico (y qué no lo es). Creo que la epifanía que cobra forma en el objeto depositado por los Reyes Magos (o por Papá Noel, que en esto no haré distingos) representa como ningún otro al fetichetal y como lo entiende el marxismo. Ya sé que ningún niño tiene la obligación de conocer los rudimentos marxistas pero creo estar seguro de que esa costumbre que se repite año tras año (hasta el desengaño final en forma de ‘los Reyes son los papás’, acompañado muchas veces de desconcierto y pataleta) va inculcando en el infante la idea de que existen objetos que aparecen por arte de magia, objetos no fabricados por mano de hombre o máquina, venidos de un lugar mágico que es el oriente. ¿Pero no sabemos los adultos que la mayoría de esos objetos proceden realmente de oriente y que oriente significa en este caso mano de obra barata y explotación? Es desilusionante decir todo esto, lo sé, pero lo desilusionante es la realidad, no las palabras que la describen, y conviene que todos nos enfrentemos con ella desde el arranque de nuestra vida, para asumirla o para combatirla. Se trata, al fin y al cabo, de educación.