El paseo
Arrecia en mí la vida con las primeras sombras.
Al final de la tarde, cerrados ya los libros,
cuando la luz decae anaranjada
en muros y parterres,
cuando la oscuridad de la pizarra
finge la transparencia de un espejo
que baña por igual a cuervos y gaviotas,
algo insiste en mi ánimo,
algo que azuza y dicta en mi silencio
con urgencia inequívoca.
Semejante al deseo, a su terca ceguera,
esa voz me conmina al desconcierto.
Es hora de salir,
dejando a un lado las palabras,
salvando los peldaños que conducen al mundo.
La frescura del aire de septiembre
da en mi rostro y aviva
la quietud suburbana
que he aprendido a llamar mi casa:
setos que encierran mínimos jardines,
visillos cuya tenuidad suaviza
esta fuga infinita de fachadas.
Su nada no es hostil:
más bien, mitiga el laberinto
con que la soledad nos planta cara.
La calle es una ayuda,
la escena pertinaz de mi impaciencia.
Sus porches y ventanas
donde nadie se asoma,
donde la luz indaga, oblicua,
ciñendo el revolar de los gorriones,
sirven de guía al círculo vicioso
del pensamiento. Sigo su trayecto:
el destino soy yo, la imposibilidad
de hurtarme a la conciencia que me piensa.
Camino,
me observo caminar
por esta red de calles en penumbra,
y vuelvo a ser el fruto
de una disociación: el gozo de vivir,
la seca lucidez que me consume.
Arriba, sobre el negro radiante de las tejas,
el cielo es un añil ultramarino.
Lo descubren mis ojos por azar,
llamados por el grito de los patos.
Inquietos, se diría que escapan de la noche.
O que corren con prisa su telón.
Su rectitud me asombra,
el fiel automatismo del instinto
apuntalando las generaciones:
son, están en su mundo,
nada puede apartarlos del centro en que respiran.
Por contraste, su sinrazón nos niega,
desmiente cuanto somos y aprendemos a ser.
La flor, el animal, son símbolos, no metas:
si crecen sin error, no es por libre albedrío.
Vira la luz a púrpura, de pronto.
Abstraído testigo de mis rondas,
me sorprendo en la orilla del pantano,
junto al puente de hierro y los laureles.
En la plata rugosa de sus aguas
mi rostro no es mi rostro
sino el de alguien, mudo,
que al mirarse me piensa.
Estoy entre dos centros, soy el tránsito
entre el gesto que es y el gesto que percibo.
En ese hueco están mis muchos tiempos,
las posibilidades de una vida,
incluso si vivir es la amargura
que anticipa su término.
Llegado a la raíz del laberinto
–yo mismo–,
no dudo en elegir la voz de los sentidos,
el temblor insidioso que recorre mi sangre.
En la otra orilla, un bastidor de chopos
hurta la luz final del día, y en las aguas
el viento eriza espumas fantasmales,
volutas del otoño que no llega.
Las sombras se apelmazan.
Arrecia en mí la vida y me confirma.
De su libro
Lección de permanencia
2000
Otros poemas de Jordi Doce
Grandes Obras de
El Toro de Barro
PVP 8 euros edicioneseltorodebarro@yahoo.es |
llegar limpia de nombres
a tu nombre
sin gestos del pasado
ni voces que reclamen
como recién nacida
que viera por vez primera
a alguien
que no fuera su madre
sin ecos reconocibles
y poder nombrar nuestra mirada
con palabras nuevas
que contengan
la profundidad
del primer día sobre la tierra