La gran belleza


Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza.

Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una simple historia ficticia. Lo dice Littré, que nunca se equivoca.

Y, además, que todo el mundo puede hacer igual. Basta con cerrar los ojos.

Está del otro lado de la vida.


Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche


Ésta es la cita que abre Viaje al fin de la noche, la obra maestra de Céline, y que también utiliza el cineasta y escritor Paolo Sorrentino al inicio de su memorable película La gran belleza. A partir de ahí, uno sabe que todo puede ir hacia arriba, intuye que el filme no va a decepcionarle. Y Sorrentino no sólo cumple las expectativas, sino que las desborda.

La gran belleza es felliniana por los cuatro costados. Es una película por la que pululan los personajes desencantados, los freaks de la burguesía, las rarezas de la sociedad, llena de secuencias absolutamente deslumbrantes que sacuden al espectador y que a veces carecen de explicación lógica. La gran belleza sigue los pasos del escritor y periodista Jep Gambardella (Toni Servillo, en una de las mejores interpretaciones del año), una especie de trasunto de Tom Wolfe (reportero al que ya le sobran amistades, dinero y lujos, y que siempre viste con trajes elegantes) que, sin embargo, acaba estando más cerca del Hank Moody de Californication (porque Jep escribió un único libro en su juventud, que le trajo fama, gloria y premios… pero no ha sido capaz de escribir otro libro). La cámara sigue sus pasos a partir de la noche en que celebra su 65 cumpleaños, momento en el que empieza a plantearse la existencia y el sentido de las cosas, en medio del ruido ensordecedor de las fiestas de los ricos y su frivolidad regada con champán y espolvoreada con cocaína.

Jep siempre se levanta por la tarde, hace alguna entrevista y acaba la noche en restaurantes de lujo o en fiestas privadas en las que confluyen millonarios, condes de alquiler, empresarios, culturetas y en general gente de la alta sociedad, y de madrugada pasea por una Roma maravillosa, que decepciona a sus habitantes, pero que al mismo tiempo sigue siendo bellísima, una Roma en la que hay sorpresas en cada esquina (una jirafa en mitad de las ruinas, una actriz famosa paseando en el silencio de la noche, un individuo que posee las llaves de los edificios más célebres de la ciudad…). Es en ese marco, de fiesta en fiesta, de viejo amigo en viejo amigo, de aquí para allá, donde Jep Gambardella va a tratar de responder a la pregunta que todo el mundo le hace: ¿Por qué no ha vuelto a escribir otro libro?

El protagonista es una especie de Bartleby de Vila-Matas, alguien que ha dejado de escribir, pero ni él mismo está seguro de las razones para no hacerlo. Y su periplo por esta Roma asombrosa es la respuesta a otra pregunta: ¿Qué pasó con Marcello, el periodista de La dolce vita de Fellini? Porque, en esencia, La gran belleza es un retorno a ese mundo, en el que nada parece haber cambiado (las fiestas de madrugada, la locura y el derroche, el cotilleo y el dinero como dios que todo lo domina… y los ricos, ya envejecidos, se han adaptado a la nueva música y a los adelantos tecnológicos), pero todo ha cambiado a peor (todos ellos han madurado mal, su decadencia es notable, su frivolidad es hiriente). En ese escenario sólo queda buscar algo, algo valioso o bello que dé sentido a la vida y se oponga al vacío.

La película es deslumbrante de principio a fin, está dominada por esa alegría, esa exaltación de vivir que veíamos en filmes como Ocho y medio o La dolce vita, y con una cámara inquieta que actúa de voyeur. En ese sentido, casi toda la historia está matizada por el humor y por los contrastes. Al principio de La gran belleza el espectador ve a un grupo de turistas, y a un coro de mujeres que cantan rompiendo el silencio del entorno de un edificio de las afueras, y todo es plácido y bonito… hasta que esa secuencia es quebrada por una fiesta nocturna en un ático, esa fiesta de los ricachones que rompe el equilibrio y destruye la armonía. Es sólo uno de los contrastes del largometraje de Sorrentino. Es sólo uno de los aciertos de este filme, plagado de deliciosas locuras: un sacerdote obsesionado con las recetas de cocina, un cirujano que cobra un pastón por cada inyección de bótox, una santa que sólo come raíces, una niña que pinta cuadros mientras sus padres explotan su potencial, una enana que dirige una famosa revista, un muchacho aterrado por la muerte y las citas al respecto de los grandes escritores… Incluso sale una mujer voluminosa que recuerda a la Saraghina de Ocho y medio.

De Sorrentino sólo conocía su extraña y notable película This Must Be the Place (Un lugar donde quedarse), que protagonizó Sean Penn. Por casa tengo su novela Todos tienen razón. Su nueva película me ha dejado tan KO que esta misma semana voy a leer su libro.




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