El año pasado unos cuantos lectores nos apasionamos con Nada. Retrato de un insomne, esa especie de memoria-ensayo en la que Blake Butler hablaba de sus dificultades para dormir, de la escritura y de otros autores que escribían sobre el tema. Con El atlas de ceniza el autor da un giro radical. Ya no estamos ante un ensayo voluminoso con pasajes autobiográficos. Ahora es una novela de relatos o novela de episodios independientes, de algo menos de 200 páginas, totalmente encuadrada dentro de la ficción apocalíptica.
Blake Butler va al grano y, cuando empieza la narración, el planeta ya está inmerso en un Apocalipsis. No se nos cuentan las razones, las causas que originaron este mundo de pesadilla, fustigado por las lluvias (de orugas, de grava, de cristales, de estiércol, de dientes… como en Magnolia, en cuyo clímax caían ranas del cielo, aquí puede venir cualquier cosa de arriba), con sus habitantes sometidos a los cambios climáticos y a las mutaciones y a las plagas de insectos y a los incendios y las inundaciones y la podredumbre. La estructura que sigue el autor es más o menos la siguiente: alterna relatos breves o capítulos cortos (en los que nos cuenta cómo se desarrolla cada lluvia) con otros episodios más extensos (en los que asistimos a las tribulaciones de diversos personajes: padres de familia, embarazadas, hijos o hijas que vagan por el mundo, individuos enfermos o deformes, como Randall: Randall tenía una cabeza del tamaño de varias cabezas juntas, un bulbo gigantesco y borboteante de pelo podrido que resplandecía bajo cierta luz). La pesadilla del paisaje y de la carne enferma se sucede casi en cada línea, con descripciones perfectas de lo que amenaza y destruye a la Tierra y a los hombres y a los animales, con una prosa directa y, me atrevería a decir, con cierto tono casi poético.
Todo lo narrado recuerda en ocasiones los mundos perturbadores de cineastas como David Lynch. Por ejemplo, en el relato o capítulo titulado “Los desaparecidos”, el narrador se traga sus propios dientes, empiezan a salirle llagas por el cuerpo, duerme con fiebre… En la escuela, los alumnos enferman, y la habitación del protagonista se llena de criaturas:
Los bichos continuaban infestándome el dormitorio. Algunos tenían ojos enormes. Otros tenían dientes. Desde mi cama de enfermo, aprendí sus dinámicas. Abrían túneles en el suelo. Los vi devorar mi abrigo de invierno. Los vi llevarse mi batería pieza a pieza.
Y también es acosado por sueños extraños:
Otra noche soñé con mi madre. No tenía pelo. Tenía los ojos negros. Entraba por la ventana de mi dormitorio y se quedaba flotando en el aire. Me quitaba la porquería de la piel a besos. Sus mejillas se llenaban con los latidos. Ella me llenaba de luz.
En “El vestido que le salió a mamá del estómago”, una madre va comiendo hilo y trozos de sábanas y de cortinas y de lo que pille para crear un vestido para su hija dentro del estómago. Cuando la hija recibe el vestido, decide darse un larguísimo paseo en el que ocurren cosas como éstas:
Soñó que daba marcha atrás al tiempo para ver cómo sus padres adelgazaban y rejuvenecían, mientras la tierra se renovaba y se limpiaba. Caminó de forma caprichosa. Pisó agua. Vio un millar de pájaros, vio rayos garabatear el cielo y vio a los pájaros caer en tropel. El mundo estaba menguando. El cielo era de tiza. Se sentía más vieja a cada hora que pasaba.
Las descripciones apocalípticas siempre son precisas y siniestras, como en “Lecho marino”:
La arena se les resquebrajaba bajo los pies. La orilla estaba cubierta de porquería y apisonada, con pálidos panales de espuma seca en el punto álgido al que habían llegado las olas. Cáscaras agrietadas de medusas varadas en tierra y carne de caracola sin caparazón recocida por el sol, reseca, deshecha. Gaviotas enteras con los cráneos picoteados y arrasados por los ácaros y los gusanos.
O, por ejemplo, en este pasaje de “Exponencial”:
Me metí a hurtadillas por el pasillo con las paredes deformadas por el agua y el papel de pared de Paisley convertido en pasta. El moho se había extendido sobre nuestro retrato de familia. La lámpara del techo estaba infestada de huevos que tapaban la luz. Yo tenía la cabeza vendada de gasa. Llevaba varios meses usando la misma venda, hasta que la tela se me había puesto toda marrón a la altura de la boca por culpa del flujo constante de pus y mucosidad.
Esta distopía ha sido, para mí, una lectura fascinante. Es posible que lo vuelva a releer en breve. Ojalá la editorial siga publicando más libros del autor.
[Alpha Decay. Traducción de Javier Calvo]