Orugas

Colgaban en forma de sogas serpenteantes de carne segmentada: gordas y espinosas, cubiertas de moho reluciente. Algunas eran tan grandes como mi antebrazo. Otras eran lo bastante pequeñas para metérsete por el oído. Yo nunca las había visto de tantos colores. Las hojas de los árboles estaban todas comidas, llenas de esqueletos que se enroscaban y estiraban el cuello en pleno verano. Aquellos que habían intentado hacer frente al granizo y lo habían conseguido ahora no salían de casa y tenían las pieles llenas de lesiones en forma de huellas de dientes. Los tanques de bronce patrullaban la ciudad. Existía preocupación nocturna acerca de qué comer. Uno se lo imaginaba todo infestado. Aparecían bichos acurrucados hasta en la última grieta: entre las sábanas, en el horno. Había noches en que yo me arrancaba a mordiscos los bultos de las uñas. Oí hablar de un viejo que había quedado enterrado en su sótano. Oí hablar de jovencitas ahogadas mientras dormían. Quistes de grasa y nódulos incrustados y tumores de lodo rojo. No había piel que estuviera a salvo. No había noche que resultara sencilla. La tasa nacional de suicidios se cuadriplicó. Se ilegalizó la venta de aspirinas, cuerdas y cuchillas de afeitar. Aparecieron otras tácticas menos limpias: una noche un centenar de personas se tiraron al vacío desde un hotel situado en un rascacielos. La gente se empezó a preguntar qué quería _____. Las ondas radiofónicas se llenaron de predicadores: cómo arrepentirse, qué nos podía salvar, a quién había que mirar, qué había que pensar. De noche prácticamente se podía oír el murmullo de nuestras oraciones: mil millones de bocas balbuceantes juntas para sí mismas. Entretanto, a aquellas alturas, las ciudades ya estaban cubiertas de crisálidas, carpas de seda que cubrían carreteras enteras y casas enteras. Nuestra puerta principal ya estaba sellada por panales de abejas. Cada vez que algo se movía crujían los capullos. Esperamos. Parpadeamos en la noche. Al final, el gran desvelamiento: diez mil millones de mariposas zumbando bajo el sol, haciendo tanto ruido al aletear que no te dejaban pensar.


Blake Butler, El atlas de ceniza

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