Guerracivilandia en ruinas, de George Saunders



Tengo en mi biblioteca un montón de libros (a priori imprescindibles) cuya lectura voy aplazando por diversos motivos: porque se cruzan otros títulos nuevos, porque quedan enterrados bajo pilas de novedades y los olvido, porque algunas obras necesitan “su momento”, porque me gusta alternar los libros de un mismo autor y dejar siempre algo suyo para otra ocasión… Es el caso de Guerracivilandia en ruinas: creo que lo fui posponiendo porque mi edición de bolsillo tiene una letra diminuta, y porque en España sólo había dos libros traducidos de Saunders (hasta ahora, ya que acaban de publicar Diez de diciembre, que empezaré a leer hoy mismo). Dado que ya tenemos una nueva obra suya, hace días releí Pastoralia y unos días después leí el volumen que nos ocupa. Y puedo decir que incluso éste me ha gustado más. Los temas y los escenarios son parecidos a los de Pastoralia: la deshumanización del hombre sometido a trabajos absurdos, los parques temáticos, los centros comerciales, los tipos que quieren dar un giro a su vida, los poderosos que humillan a sus subalternos…

Guerracivilandia en ruinas contiene siete relatos. O, mejor dicho, seis relatos y algo parecido a una novela corta que cierra el libro. Para demostrar el inmenso talento de Saunders y su originalidad, bastaría con leer el cuento “Descargando para la señora Schwartz”, que contiene elementos que recuerdan un poco a Philip K. Dick y otro poco a la película ¡Olvídate de mí! (aunque la peli es posterior al relato), sin olvidarnos de los Días extraños de Kathryn Bigelow: en dicha historia, un tipo alquila módulos de “holografía interactiva”, lo que significa conectarse a aparatos que ofrecen una experiencia de realidad virtual; y una de sus posibilidades es despojar de recuerdos al usuario o trasplantar recuerdos ajenos a otra persona.  

En el primer relato, que da título al libro, “Guerracivilandia en ruinas”, transcurre en un parque en el que se representa la guerra civil americana; un escenario en el que se pasean los fantasmas de la vieja época y en el que los gamberros hacen de las suyas. En este texto asistimos a momentos como éste, en el que vemos cómo el narrador, un trabajador que ha renunciado a sus sueños, debe despedir a otro empleado:

Así que hago venir al señor Grayson. El señor A. le pregunta si se equivocó en el cálculo inicial o si es que ha recibido datos nuevos. El señor Grayson admite que se equivocó. El señor A. le hace salir al pasillo, y nosotros nos quedamos hablando.
-Se lo dirás tú –dice el señor A.–. Yo me estoy haciendo demasiado viejo para las crueldades.
Coge su bastón y su busca y dice que si lo necesito está en el Gran Bosque.
Yo vuelvo a llamar a Grayson y lo despido, le doy unos Kleenex y esquivo unos cuantos golpes y antes de darme cuenta ya se ha largado por la puerta y yo me voy a por una pita.
¿Es esta la vida que yo había imaginado para mí mismo? Por Dios, no. Yo quería ser saltador de altura. Pero tengo dos de los hijos más encantadores que han nacido nunca. Llego por la noche, los veo dormir vestidos con sus peleles considerablemente caros y pienso: Aquí hay un par de niños que no tienen que preocuparse por morirse de frío ni por que los echen a los lobos. Tendrías que ver cómo se les iluminan los ojitos cuando llevo algún regalo a casa. Puede que no conozcan la importancia del dinero, pero tengo la intención de encargarme de que nunca tengan que conocerla.


En “El presidente de doscientos kilos” hay un hombre con ese peso del que toda la oficina se burla; tanto, que una de sus compañeras acepta salir con él una noche para ganar una apuesta. Aquí, como en el ejemplo anterior, encontramos a un hombre en declive, alguien que no logra sus metas y se martiriza por ello:

-¿Me odias? –pregunta Freeda.
-No –le digo–. De verdad que me lo pasé bien la noche que salimos juntos.
-Dios, yo no –dice ella–. Todo el mundo nos miraba sin parar. Me provocaba malestar el que pensaran que estaba contigo de verdad. ¿Me entiendes?
No se me ocurre nada que decir, de forma que asiento. Luego me retiro a mi cubículo con los ojos húmedos para divertirme un rato con las facturas. No soy un mal tipo. Solo me gustaría dejar de tener esperanzas. Me gustaría poder decirle a mi corazón: Ríndete. Quédate solo para siempre. Siempre te quedará la ópera. Siempre te quedará el bizcocho de ángel y los niños del vecindario cantando villancicos y la imagen de las hojas en otoño sobre un tejado mojado. Pero no. Mi corazón es una especie de pescador idiota e insaciable.


En “Recompensa”, el último relato del libro, de extensión próxima a una novela corta, el protagonista y su hermana trabajan en un Centro de Ocio haciendo diversas labores (sirvientes, recogedores de mierda, etc); a sus treinta y pico, él es virgen y ella es prostituta; por si fuera poco, ambos pertenecen al grupo catalogado como Defectuosos, gente con malformaciones (colas, garras en los pies, ojos en el cogote…), detestada por los Normales. El narrador también detesta su situación:

Por las noches Connie me cantaba hasta que me quedaba dormido y me decía que no me preocupara, porque mi verdadero yo estaba bien a salvo en mi interior. La quiero mucho, pero ahora que veo las cosas con distancia sé que no tenía ni idea de qué estaba hablando. Mi verdadero yo estaba en leotardos, moviendo el esqueleto para una pandilla de ricos de vacaciones y borrachos como una cuba. Mi verdadero yo estaba echando de menos a mi madre mientras exhibía mi discapacidad a cambio de unas roñosas monedas.

Y, un poco más abajo, refiriéndose al trabajo de su hermana:

La suerte de Connie no era mejor que la mía. Por entonces estaban de moda en la Aldea Rural los paseos románticos en carros de heno. El trabajo de Connie consistía en correr detrás de un caballo llamado Doncella Marian con una pala y un cubo de plástico. El contacto constante con las heces la ponía enferma. Cuando no llegaba a su cuota de heces diarias, la hacían quedarse a recoger mierda con la pala por las noches.

Unos relatos muy recomendables, que muestran cómo es realmente la sociedad mediante la distopía. Como dijo Thomas Pynchon, George Saunders nos cuenta las historias que necesitamos para entender el tiempo en el que vivimos. La mala noticia es que este libro espléndido ya no se encuentra fácilmente. La buena es que Alfabia recuperará la obra de Saunders, lo que, supongo, incluirá sus títulos inéditos (traducidos por Ben Clark, poeta y amigo).


[Debolsillo. Traducción de Javier Calvo]  

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